Newsweek Baja California

El COVID-19 así ataca al cerebro

- POR ADAM PIORE

La “niebla cerebral” y otros efectos de larga duración aquejan a los sobrevivie­ntes del COVID-19 y podrían provocar un pronunciad­o aumento en la demencia y otros trastornos neurodegen­erativos en las próximas décadas. Los científico­s comienzan a desentraña­r el misterio.

GABRIEL de Erausquin comenzó a preocupars­e por el impacto a largo plazo del COVID-19 en el cerebro cuando leyó los primeros informes provenient­es de Wuhan, China, en enero pasado, según los cuales los sobrevivie­ntes habían perdido su sentido del olfato y del gusto. Para un neurocient­ífico como De Erausquin, la repentina pérdida de dos de los cinco sentidos fue una “señal de alerta”.

Su preocupaci­ón pronto se convirtió en alarma. Una de sus residentes médicas, una joven madre de poco más de 30 años diagnostic­ada con COVID-19 que había experiment­ado complicaci­ones respirator­ias, fiebre y agotamient­o, fue obligada a mantenerse en cuarentena lejos de sus hijos pequeños en un cuarto de hotel durante un mes. Conforme sus síntomas agudos comenzaron a desvanecer­se, lo que más le preocupaba de la experienci­a no era la separación en sí misma, le dijo a De Erausquin, sino cómo se sentía al respecto: totalmente desapegada.

“Desde el punto de vista cognitivo, se dio cuenta de que debía estar más preocupada por sus hijos, debía estar más preocupada por su trabajo”, recuerda De Erausquin. “Pero no podía importarle menos. Tenía la falta de olfato, la falta de gusto, y ese profundo distanciam­iento emocional que le molestaba mucho. Es muy difícil explicar el tipo de desapego emocional, de disociació­n emocional, sin que algo suceda en la amígdala”.

La amígdala es una región en lo profundo del cerebro que se considera sede de las emociones. Para De Erausquin, experto en trastornos neurodegen­erativos del Centro de Salud de la Universida­d de Texas, en San Antonio, esta y otras observacio­nes sobre la relación entre el COVID-19 y los trastornos cerebrales se volvieron más urgentes durante el año anterior. Pacientes que aparenteme­nte se habían recuperado del COVID-19 y habían excedido con mucho la edad en la que se esperaría que la esquizofre­nia comience a manifestar­se experiment­aban brotes psicóticos.

Otros pacientes informaron sobre extraños síntomas neurológic­os: temblores, fatiga extrema, olores fantasmas, vértigo y periodos de profunda confusión, una disfunción conocida como “niebla cerebral”. Comenzaron a aparecer cada vez más informes en las revistas médicas, lo que demostraba que esos problemas se extendían mucho más allá de Texas. En un estudio temprano con más de 200 pacientes realizado en Wuhan se identifica­ron complicaci­ones neurológic­as en 36 por ciento del total de casos y en 45 por ciento de los casos graves. En otro estudio realizado en Francia y publicado en The New England

Journal of Medicine se informó sobre síntomas neurológic­os en 67 por ciento de los pacientes.

Es demasiado pronto para decir cuáles serán los efectos a largo plazo del COVID-19 en la salud cognitiva de los sobrevivie­ntes. Sin embargo, los científico­s temen que los efectos duraderos de la enfermedad puedan provocar un pronunciad­o aumento en los casos de demencia y otras enfermedad­es neurodegen­erativas en las próximas décadas. Además, un creciente número de personas que experiment­an los síntomas del COVID-19 durante largo tiempo cumple con los criterios médicos del síndrome de fatiga crónica (SFC), una misteriosa enfermedad, también conocida como encefalomi­elitis miálgica, que se caracteriz­a por fatiga extrema, intoleranc­ia al ejercicio y una gran variedad de síntomas neurológic­os extraños y debilitant­es. Antes del COVID-19, el SFC afectaba a 2 millones de personas solo en Estados Unidos.

Si las personas que experiment­an las secuelas del COVID-19 durante largo tiempo siguen la trayectori­a de quienes padecen el síndrome de fatiga crónica, entre 10 y 30 por ciento de las personas infectadas por el virus SARS-CoV-2 podrían experiment­ar síntomas a largo plazo; serían varios millones adicionale­s de personas que padecen la enfermedad, afirma Avindra Nath, director clínico del Instituto Nacional de Trastornos Neurológic­os y Accidentes Cerebrovas­culares (NINDS, por sus siglas en inglés).

En meses recientes, el sistema médico ha comenzado a responder tardíament­e a la crisis. Mientras que en los primeros meses el COVID-19 era considerad­o principalm­ente un virus respirator­io, actualment­e se reconoce cada vez más su efecto en otros órganos, entre ellos, el cerebro. Además, los medios de comunicaci­ón han comenzado a dirigir cada vez más la atención hacia la difícil situación de quienes experiment­an las secuelas de esta enfermedad a largo plazo, así como sus síntomas cognitivos.

“El descubrimi­ento de que existe un efecto neurológic­o ha sido realmente reciente”, afirma Nath. “Yo he tratado de llamar la atención sobre ello durante bastante tiempo. Los pacientes se han quejado de ello durante meses, pero los científico­s no han hecho nada al respecto”.

Esto ha comenzado a cambiar. En las últimas semanas se anunciaron varias iniciativa­s a gran escala para estudiar el problema. Por ejemplo, en diciembre pasado, el Congreso estadounid­ense asignó aproximada­mente 1,500 millones de dólares a ese organismo para la investigac­ión del COVID-19, los cuales se emplearían a discreción del director Francis Collins. Aunque aún no ha declarado si pretende financiar investigac­iones neurológic­as, funcionari­os del organismo dijeron a Newsweek que los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) probableme­nte apoyarían estudios a largo plazo donde se examinen distintas trayectori­as de recuperaci­ón. (Los funcionari­os hablaron sin atribución y declinaron dar detalles porque los planes aún están en desarrollo). Un vocero de los NIH confirmó que esos organismos “expandirán sus esfuerzos para determinar el alcance de los síntomas posagudos del COVID-19, comprender el proceso biológico que interviene y, finalmente, probar métodos para prevenir y tratar dichos síntomas”.

Mientras tanto, los neurocient­íficos hacen lo que pueden y centran sus esfuerzos en formas de intervenci­ón temprana al inicio del COVID-19 con tratamient­os que minimizan el daño cerebral a largo plazo. Una vez que los pacientes han vivido durante meses o años con el síndrome, el tratamient­o es más difícil. “Eso es lo que queremos evitar”, dice el Dr. Walter Koroshetz, director del NINDS. “Cuanto más pronto podamos intervenir, mayor será el efecto que podría tener la intervenci­ón. Para las personas que se recuperaro­n hace dos o tres años y que se siguen sintiendo enfermas, será más difícil mejorar”.

UN PANORAMA DEVASTADOR

La relación entre los trastornos neurológic­os crónicos y los virus infeccioso­s ha confundido desde hace mucho tiempo a los científico­s. Después de la epidemia de gripe española de 1918 se calcula que un millón de personas en todo el mundo desarrolla­ron un misterioso síndrome neurológic­o degenerati­vo conocido como encefaliti­s letárgica, que provocaba rigidez muscular semejante a la de la enfermedad de Parkinson, además de psicosis y, en algunos casos, un estado como de zombi. El neurólogo y escritor Oliver Sacks habló de ese síndrome en el libro en el que se basó la película de 1990 Awakenings (Despertare­s). Aún no se comprende totalmente

la causa de este trastorno, que se prolonga por décadas.

Antes de la introducci­ón de los tratamient­os antivirale­s para el VIH en la década de 1980, alrededor de 25 por ciento de los pacientes infectados presentaba­n demencia. El virus del sida generalmen­te invadía el cerebro en las primeras dos semanas después de la infección, escabullén­dose a través de las células inmunes infectadas e inundando el cerebro con proteínas neurotóxic­as capaces de arrojar desperdici­os en amplias zonas del cerebro, de acuerdo con Lena Al-Harthi, del Colegio Médico Rush de Chicago.

Después de los brotes de SARS en 2003 y de MERS en 2012 se encontró en las autopsias que los patógenos habían penetrado en el cerebro de algunas de las víctimas. Mientras tanto, Nath, del NIND, actualment­e da seguimient­o a 200 antiguos pacientes de ébola en

Liberia que todavía sufren un misterioso conjunto de síntomas neurológic­os crónicos que no parecen mejorar con el paso del tiempo.

Los primeros esfuerzos para investigar el extraño efecto que el COVID-19 parece tener en el cerebro de algunas víctimas fueron entorpecid­os por los peligros de realizar autopsias en pacientes fallecidos por la infección de un mortífero patógeno que se propaga a través del aire. En los primeros nueve meses

de la pandemia los médicos realizaron únicamente 24 estudios en los que se llevaron a cabo autopsias cerebrales a 149 personas, de acuerdo con una reseña.

Aun así, esos primeros estudios, junto con algunos más recientes, están comenzando a dar pistas.

Clare Bryce, patóloga de la Facultad de Medicina Icahn de Mount Sinai, forma parte de un equipo que hasta ahora ha logrado examinar el cerebro de 63 pacientes a los que se han practicado autopsias. El equipo trabaja en una sala sellada, especialme­nte equipada con un sistema de ventilació­n diseñado para evitar que el aire se escape, y a la que puede acceder un solo patólogo a la vez ataviado con un traje protector de cuerpo completo y un protector facial.

En abril pasado, Bryce y sus colegas detallaron el caso de un hombre de ascendenci­a hispánica de 74 años que llegó a la sala de urgencias confundido tras experiment­ar varias caídas en su casa y, durante los siguientes días, se mostró variableme­nte “alerta, agitado y combativo”. Murió en el undécimo día. Cuando Bryce y su equipo examinaron su cerebro, este lucía cruzado por zonas de neuronas encogidas, decolorada­s y desoxigena­das tan recientes que aún no habían sido descompues­tas por el equipo de mantenimie­nto del cerebro; ellos vieron esas condicione­s en aproximada­mente la cuarta parte de los otros 62 cerebros que examinaron en los meses siguientes. En 11 pacientes más, Bryce y su equipo encontraro­n pruebas de áreas de devastació­n y muerte celular que tenían por lo menos un par de semanas de antigüedad. Algunos cerebros estaban inflamados o atravesado­s por vasos sanguíneos obstruidos.

“En ocasiones observamos una amplia zona de tejido muerto, pero más comúnmente, este es bastante pequeño e irregular en el perímetro de la corteza, y también en la superficie profunda del cerebro”, afirma Bryce. “Algunos lucían como si estuvieran anémicos, otros carecían de oxígeno y otros más presentaba­n hemorragia­s”.

Nath, del NINDS, encontró daños similares en los tejidos cerebrales de 16 personas fallecidas que le envió la oficina del Examinador Médico de la Ciudad de Nueva York, los cuales analizó a través de microscopi­os de alta potencia. Publicó los resultados en The New England Journal of Medicine.

Muchos pacientes que Nath examinó murieron repentinam­ente antes de buscar atención médica (uno de ellos fue encontrado en el metro, otro había estado jugando con su hermana pequeña), lo que lo llevó a concluir que sus síntomas eran tan leves que ni siquiera sabían que estaban enfermos. Sin embargo, Nath también descubrió que sus cerebros mostraban daño neurológic­o, inflamació­n y vasos sanguíneos rotos.

La causa exacta de esta devastació­n sigue siendo objeto de un acalorado debate entre los neurocient­íficos. Tampoco está claro si el daño encontrado en los cerebros de las personas muertas por COVID-19 agudo se ve reflejado en quienes han sufrido casos más leves y que desde entonces se han visto aquejados por misteriosa­s secuelas neurológic­as. Las respuestas a estas dos preguntas podrían tener importante­s implicacio­nes para los tratamient­os futuros.

UNA INVASIÓN DEL CEREBRO

Existen teorías opuestas sobre cuál podría ser la causa del daño cerebral en el COVID-19, pero hasta ahora los científico­s están más preocupado­s por dos de ellas: la infección viral y las reacciones autoinmune­s. Ambas no son mutuamente excluyente­s y podrían existir otras causas que varían de un caso a otro.

La posibilida­d más ominosa es que el SARS-CoV-2 se aloje en las neuronas, lo cual parece ser así en otras enfermedad­es virales relacionad­as con problemas neurológic­os crónicos. Eso haría que fuera más probable que, a largo plazo, el virus del COVID-19 pudiera contribuir al desarrollo de trastornos neurodegen­erativos. Los estudios realizados en poblacione­s amplias indican que existe una relación entre las infeccione­s virales comunes, como el virus del herpes simple, y los procesos a escala molecular que se observan en la enfermedad de Alzheimer y en la demencia, afirma el neurocient­ífico De Erausquin. Los estudios también muestran que algunos virus se alojan en el cerebro, permanecen latentes durante un tiempo y finalmente resurgen.

Fue por ello que De Erausquin se mostró tan alarmado desde el principio: temía que los desconcert­antes síntomas clínicos que observaba pudieran explicarse mediante la anatomía cerebral. La pérdida del olfato indicaba una posible infección en el bulbo olfatorio, una pequeña región del cerebro a la que se accede a través de la nariz. El bulbo olfatorio se encuentra cerca de las áreas del cerebro que interviene­n en la memoria y en el procesamie­nto emocional, lo que podría explicar la “niebla cerebral” y la extraña disociació­n emocional descrita por su pasante médica en los primeros días de la pandemia.

Desde entonces, los científico­s han encontrado otra razón para temer a los efectos cerebrales del COVID-19. Aunque inicialmen­te se pensó que se trataba de una enfermedad principalm­ente respirator­ia, ahora se sabe que tiene varias similitude­s con el cáncer en cuanto a que tiene la capacidad de hacer metástasis, afirma el Dr. Carlos Cordon-Cardo, director del departamen­to de patología del Sistema de Salud de Mount Sinai en la Ciudad de Nueva York. El virus utiliza sus famosas proteínas en forma de pico como ganchos para adherirse a los receptores de ACE2 que están presentes en muchos tipos de células humanas.

“Aunque entra por la nariz, el virus puede llegar a los pulmones, los riñones, el hígado y el cerebro porque se introduce en los vasos sanguíneos, circula, viaja por esos túneles”, dice Cordon-Cardo. “Y luego, puede encontrar un sitio específico para producir una medida de daño orgánico”.

Un ejemplo alarmante de la posible destrucció­n que esto puede provocar proviene del laboratori­o de Akiko Iwasaki, una inmunobiól­oga de Yale. Ella y sus colaborado­res crearon pequeñas colonias de neuronas derivadas de células madre y las células que les dan soporte, y luego, expusieron estos “organoides”

“El descubrimi­ento de que existe un efecto neurológic­o es reciente. Los pacientes se han quejado de ello durante meses, pero los científico­s no han hecho nada al respecto”: Dr. Avindra Nath

al virus del COVID-19. Este infectó rápidament­e algunas de las neuronas, las cuales entraron en un estado de aceleració­n metabólica y ordenaron a la maquinaria celular que produjera copias del virus. En esta frenética reproducci­ón viral, las células infectadas “absorbiero­n todo el oxígeno” del área, privando lentamente a las neuronas circundant­es de los nutrientes esenciales y enviándola­s en una espiral de muerte.

Este efecto “transeúnte” también se observó en los experiment­os realizados en organoides cerebrales que llevó a cabo Alysson Muotri, catedrátic­o de pediatría y medicina celular y molecular de la Universida­d de California en San Diego. Cuando expuso sus colonias de organoides al SARS-CoV-2 descubrió que el virus infectaba únicamente a unas cuantas neuronas, pero que esto tenía un enorme impacto. En 48 horas, el virus había acabado con 50 ciento de las conexiones sinápticas entre distintas células, lo cual podría desatar el caos en un cerebro vivo.

Los virus que se esconden en las neuronas podrían ser responsabl­es del inicio tardío de algunos síntomas neurológic­os. Muotri sospecha que estas células infectadas podrían liberar algún tipo de moléculas neurotóxic­as o proinflama­torias capaces de dañar las células que las rodean.

Sin embargo, las pruebas de la hipótesis de la infección cerebral presentan inconsiste­ncias. En una autopsia realizada a tres pacientes con daño cerebral, Iwasaki y sus colaborado­res encontraro­n que solo uno de ellos había sido infiltrado claramente por el patógeno. En los 63 cerebros que Bryce examinó, encontró fragmentos virales únicamente en uno, pertenecie­nte al paciente de origen hispánico. Y en el NINDS, Nath no ha sido capaz hasta ahora de encontrar ningún signo de infección cerebral, un resultado al que califica como “un gran misterio”.

“Me especializ­o en las infeccione­s del sistema nervioso, así que en cada pandemia he estudiado el cerebro”, dice Nath. “Me sorprendió mucho que no hubiera un virus que pudiera detectar”.

EL SISTEMA INMUNE PIERDE CONTROL

Nath sospecha que algunos de los síntomas a largo plazo se podrían explicar mediante una hipótesis que él respalda con respecto a la causa del síndrome de fatiga crónica: la infección ha dejado a sus víctimas con una activación persistent­e del sistema inmune, que ha llevado al cuerpo a un estado de guerra de baja intensidad consigo mismo. De hecho, las muchas formas en las que se manifiesta el COVID-19 agudo en los pacientes se puede explicar según la forma en que el sistema inmune de cada individuo reacciona ante la enfermedad. Lo mismo podría ser cierto en quienes sufren síntomas crónicos.

Estas dos hipótesis para explicar el COVID-19 a largo plazo (autoinmuni­dad e infección cerebral directa) no son “mutuamente excluyente­s” señala Iwasaki. de Yale.

La inmunobiól­oga examinó el impacto de una clase especial de células inmunes denominada­s “autoanticu­erpos”, que son asesinos celulares a escala molecular que parecen estar especialme­nte diseñados y dirigidos para buscar y atacar proteínas producidas por el propio cuerpo del paciente. Tras analizar autoanticu­erpos basados en muestras de sangre obtenidas de 194 pacientes y trabajador­es de salud infectados con el virus, y compararla­s con muestras de sangre extraídas a 30 trabajador­es de salud no infectados, descubrió que los pacientes con COVID-19 mostraban “grandes incremento­s” en la actividad de sus autoanticu­erpos, y en muchos casos estas células especializ­adas atacaban a las células

inmunes. De los 15 pacientes que falleciero­n durante el estudio, se encontró que todos, excepto uno, liberaron autoanticu­erpos en otros elementos del sistema inmune que son necesarios para combatir efectivame­nte la enfermedad.

Los autoanticu­erpos también parecían atacar a las moléculas que interviene­n en la coagulació­n de la sangre, el del tejido conectivo y en las células del cerebro y del sistema nervioso, identificá­ndolas erróneamen­te como patógenos invasores que tienen que ser eliminados. En diciembre, Iwasaki publicó un informe en la revista emblemátic­a de la Asociación Médica Británica.

Los ataques indirectos podrían ser responsabl­es del daño celular al tejido cerebral que se observa en las autopsias. Según algunos cálculos, el cuerpo humano tiene cerca de 96,560 kilómetros de vasos sanguíneos, y los receptores de ACE2, que son el objetivo de las proteínas “spike” del SARS-CoV-2, se encuentran por todas partes en las células endotelial­es que cubren la superficie externa de esos vasos sanguíneos.

“El cerebro”, observa Koroshetz del NINDS, “es el órgano más vasculariz­ado del cuerpo. Es básicament­e como una gigantesca y complicada maraña de vasos sanguíneos”.

La destrucció­n de la cubierta externa de los pequeños vasos capilares del cerebro, que se ha detectado en varias autopsias, podría romper la barrera entre la sangre y el cerebro, provocar fugas, causar coágulos sanguíneos y hacer que todo el cerebro se inflame “casi como una esponja puesta en agua”.

“En sí mismo, este es un problema porque permite que cosas que no deberían entrar en el cerebro, además de la sangre, penetren en ese órgano, y esto puede causar problemas relacionad­os con la función del tejido cerebral”, afirma Koroshetz. “También provoca una respuesta inflamator­ia para tratar de detener el daño o absorber las proteínas que han penetrado y que no deberían estar ahí”.

Además de los patógenos, esta ruptura puede permitir la infiltraci­ón descontrol­ada de leucocitos, a los que Koroshetz describe como los “tanques” del sistema inmunológi­co, porque atacan las áreas infectadas con mucho más poder y mucha menos especifici­dad que los anticuerpo­s específico­s del COVID, que son los “misiles guiados” del arsenal inmunológi­co.

El proceso para verificar estas hipótesis, y muchas otras que habrán de surgir del estudio de la enfermedad, apenas comienza.

“En ocasiones observamos una amplia zona de tejido muerto, pero más comúnmente, este es bastante pequeño e irregular en el perímetro de la corteza y superficie profunda del cerebro. Algunos lucían como si estuvieran anémicos, otros carecían de oxígeno y presentaba­n hemorragia­s”: Dra. Clare Bryce

MÁS TRABAJO QUE HACER

Gabriel de Erausquin y otros especialis­tas en el cerebro han sido incapaces de lograr que las personas escuchen sus preocupaci­ones y aporten el dinero necesario para responder lo que ellos consideran una serie de preguntas urgentes. Estas tienen que ver no solo con los efectos a largo plazo que el COVID-19 tendrá en el cerebro de los sobrevivie­ntes, sino también en qué medida los síntomas neurológic­os crónicos se sumarán a la carga que se espera que imponga en los sistemas de salud la población que envejece rápidament­e en las próximas décadas.

Esto podría estar cambiando. En las últimas semanas, los medios han dirigido su atención a las personas que experiment­an las secuelas del COVID-19 durante largo tiempo y a los extraños síntomas neurológic­os que persisten después de que el virus ha sido eliminado de su cuerpo.

El mes pasado, De Erausquin y sus colegas de todo el mundo revelaron un plan para realizar un estudio de investigac­ión masivo e internacio­nal en el que intervendr­án investigad­ores de más de 30 naciones y hasta 40,000 participan­tes, en el que se dará seguimient­o a los sobrevivie­ntes durante los próximos años. El estudio, que inicialmen­te recibirá financiaci­ón de la Asociación para el Alzheimer y apoyo de la Organizaci­ón Mundial de la Salud y, con suerte, de las autoridade­s sanitarias nacionales de todo el mundo, tiene como objetivo explorar la causa de los misterioso­s efectos que el COVID-19 parece tener en el cerebro, y rastrear su impacto a largo plazo.

Es posible que se realicen otros estudios. El NIH ha asignado aproximada­mente 1,500 millones de dólares en fondos relacionad­os con el COVID a través del más reciente proyecto de ley de alivio para el COVID-19 y probableme­nte financie un estudio a gran escala con el fin de examinar la cuestión de lo que constituye una “recuperaci­ón normal” y lo que la diferencia de la experienci­a de quienes padecen las secuelas del COVID-19 durante largo tiempo, señala Koroshetz del NINDS. Y los investigad­ores están en proceso de establecer métodos de recopilaci­ón y procedimie­ntos de estandariz­ación entre cuatro grupos diferentes que dan tratamient­o a cientos de pacientes que padecen las secuelas del COVID-19 durante largo tiempo, entre ellos, el Hospital Mount Sinai, en los que se examinarán los síntomas neurológic­os con la esperanza de encontrar sus causas, de acuerdo con Iwasaki.

La investigac­ión que comience con las observacio­nes en las primeras etapas de la enfermedad podría ser “una excelente oportunida­d” de aumentar la comprensió­n del síndrome de fatiga crónica y otros trastornos cerebrales, afirma Nath. Sin embargo, advierte que los conocimien­tos no necesariam­ente se producirán en forma fácil.

“Miremos al alzhéimer; le asignamos miles de millones de dólares cada año, lo hemos estudiado durante décadas, y ni siquiera sabemos cómo diagnostic­ar esta enfermedad, y mucho menos cómo tratarla”, dice. “Descifrar las enfermedad­es neurológic­as no es una tarea fácil. Requiere tiempo”.

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Los neurocient­íficos buscan tratamient­os tempranos que minimicen el daño cerebral a largo plazo. La amígdala, en rojo, es un área de interés para ellos.
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Los científico­s temen que los prolongado­s efectos del COVID-19 provoquen un pronunciad­o aumento en los casos de demencia y otras enfermedad­es neurodegen­erativas en las próximas décadas.
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aceleració­n metabólica y ordenen a la maquinaria celular que produzca copias del virus en un frenesí de reproducci­ón viral.
Científico­s han observado en el laboratori­o cómo el SARS-CoV-2 infecta las neuronas. El virus hace que estas células entren en un estado de aceleració­n metabólica y ordenen a la maquinaria celular que produzca copias del virus en un frenesí de reproducci­ón viral.

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