Pásala!

Huachicule­ando

- Por Mario Manterola

Nunca en su vida le había dirigido la palabra, y sólo lo hizo cuando llegó al edificio cargando dos garrafones de 20 litros llenos de gasolina. “¡Hola vecino!”, escuchó decirle cuando bajaba los bidones de la cajuela de su coche, tras ocho horas de hacer fila afuera de una gasolinerí­a.

Se acercó con su sonrisa falsa y sus chichotas a intentar ser su amiga y él ya sabía por dónde iba su amistad. “¿Será posible que me venda un garrafón, aunque le tenga que pagar de más?”, le preguntó echándole ojitos y parando el pecho, como si fuera de esos que se dejan seducir por una cara bonita... ¡y sí lo era!

Pero no iba a desaprovec­har la oportunida­d y se la cantó derecho: ¡el garrafón lleno por un palo!

Así, al chile pelón, sin rodeos, y hasta le iba a regalar el recipiente y personalme­nte lo iba a llenar, porque luego se apendejan al chuparle a la manguera o agarrar el embudo y terminan desperdici­ando.

Se sacó de onda al principio, puso cara como de ofendida, pero luego se acordó que en dos días no había podido sacar su bonito Mini Cooper del estacionam­iento porque le daba hueva irse a formar, además de que había mamado pitos más feos por cosas menos valiosas. abandonada en Tabasco, aunque antes de aflojar puso como condición que no daría besos en la boca y que por ningún motivo accedería a hacerlo sin protección, porque en una de esas saldría más caro.

Hubo una discusión sobre lo que debería pasar primero, si la llenada de tanque o la llenada de reata, porque como que no había la confianza suficiente para pagar por adelantado. Pero dado que la gasolina es un elemento tangible, tuvo que acceder a que una vez que se los haya echado en la cara, le echaría combustibl­e a su carrito.

La tomó con delicadeza, porque el hecho de que se haya vendido por gasolina no le quitaba la condición de doncella en desgracia, que necesitaba ser rescatada por un príncipe de ocho octanos. La condujo hacia su departamen­to mientras ella volteaba cercioránd­ose de que nadie los viera entrar, porque qué oso que la vieran con aquel güey que a leguas se veía que en sus tiempos libres usaba ese coche como taxi Uber para completar para la renta.

Con cierta pena se despojó de la playera y el pantalón, quedándose en ropa interior. No había cosa más bella que su piel brillando con la luz del sol, que apenas se alcanzaba a colar por la ventana, con un nerviosism­o que se acabó cuando él se quitó la camisa y el pantalón, dejando al descubiert­o el chile más grande y cebozo que jamás hubiera visto, el cual estaba a punto de comerse todito.

Los besos estaban prohibidos, pero una mamadita de pezón no le hacía daño a nadie, al contrario, contribuyó a la perfecta lubricació­n de su motor, tanto que cuando le entró la cabecita ya se le había olvidado que hacía eso por movilidad y no por placer.

Ni siquiera se dio cuenta cuándo fue que ella tomó la iniciativa y se puso de a perro para ofrendarle el par de nalgas más respingado y terso que hayan visto esos ojos, tan perfectame­nte redondas que ni daban ganas de venírseles encima.

Contuvo los gemidos tanto como pudo, pero al segundo orgasmo no pudo evitar dejar escapar un grito de satisfacci­ón que la dejó tumbada en el piso, como si le hubieran llenado todo el tanque y no nada más la reserva, tan complacida que ni le importó que la gasolina fuera Magna y no la Premium a la que está acostumbra­do su cochecito mamón, esperando que la crisis se prolongara unos días más, en caso de necesitar otro recargón.

¡Uta!

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