Un tiro cantado
Yo no pensé que eso fuera posible, por lo menos no en esta realidad, no en este universo, pero frente a mí dos morras se cantaron un tiro y terminaron agarrándose a madrazos, los cuales terminaron convirtiéndose en caricias furiosas que hicieron olvidar cualquier conflicto que los hayan originado.
Pues ahí venía yo, todo putiado en mi Chevy todavía más putiado, un domingo por la mañana. Eran apenas las 7 y ya me dirigía a mi jale del fin de semana, que, aunque desgastante, me ayuda a completar apenas para la pinchi renta, cuando vi que en esa calle desierta un coche se la estaba haciendo de pedo a otro en el semáforo sólo porque el que estaba enfrente se negaba a pasarse la luz roja cuando no había nadie en el cruce.
Yo, que estaba exactamente atrás, comprendí la desesperación del conductor, pues un domingo al amanecer es tiempo ideal para ignorar una señal de tránsito, más si te vienes cagando, vienes de una fiesta y ya te quieres jetear o simplemente vas a trabajar como yo. Pero ninguna de esas situaciones le pareció suficiente al de enfrente, que no sólo se negó a avanzar, sino que hasta sacó la mano por la ventana y pintó dedo retadoramente.
Laminero ñero
Cuando el semáforo ya estaba en verde, la puerta del coche de atrás ya se había abierto. Y no, no era un culero pedero cualquiera el que se estaba haciendo el gallito, sino una morra bastante sabrosona que, a juzgar por su atuendo, venía de algún perreo o algo así, quien, en vez de echarse tantito para atrás y rodear aquello que la estaba obstaculizando, prefirió bajarse y patearle el retrovisor.
Seguramente no era la primera vez que lo hacía porque la patada fue exacta y precisa, segura de que el agraviado no se la haría de pedo por ser ella una joven nalga enfurecida. Nadie, absolutamente nadie se pondría a los chingazos contra una morra en vestidito y tacones... Nadie excepto otra morra con jeans ajustados y las nalgas tan grandes como su enojo al ver que le acababan de poner en su madre a su coche.
¡No mames! Y yo atrás nomás viendo el espectáculo. Me saqué tanto de pedo que ni siquiera se me ocurrió tomar mi celular y empezar a grabarlas para hacerlas tan virales como el maestro del poli que se madrea con su alumno. Sólo me limité a ver cómo la otra se bajaba y le metía un empujón a su agresora, haciéndola trastabillar en medio de una calla desierta a una hora insana.
De un momento a otro ya estaban trenzadas de las greñas, gritando y pataleando, hasta que la de pantalón le jaló el vestido a la otra hacia abajo y le dejó al descubierto las chichis, que, pese al movimiento, no se bamboleaban tan cabrón como lo pensaría, lo cual habla muy bien de su cirujano.
La morra se emputó y aplicó la misma, sólo que de manera más violenta rasgándole la blusa y dejándola en brasier ahí en medio de la calle, conmigo a unos metros de distancia ya con la ñonga bien erecta dentro del pantalón, sin saber qué hacer, si de plano jalármela o intervenir en la pelea para separarlas antes de que terminaran encueradas. ¡Opté por lo primero!
Cada quien con su golpe
No sé a qué hora ni cómo pasó, pero de los empellones y arañazos de plano pasaron a un pinche faje furioso, con unos besotes como si se quisieran arrancar la tráquea, ambas ya con los dedos dentro de la otra, recargadas en el coche que acababa de perder el espejo, con la lámina sumida de tan duro que se estaban dando calor.
Después, como por arte de magia y para tragedia mía, como que se dieron cuenta de que estaban en medio de la calle un domingo por la mañana, casi al alba, se miraron y cada quien se trepó a su coche y partieron hacia la misma dirección. Me dejaron ahí con el chile en la mano sin poder reaccionar lo suficientemente rápido como para seguirlas a su destino y terminar con mi puñeta
matutina callejera.