Pásala!

Un palo volcánico

- Por Mario Manterola ¡Cha!

Todos conocemos a una morra a la que le mama subir cerros. ¿Por qué? ¿Para qué? ¡Quién sabe! Pero el chiste es que su Instagram está lleno de fotos en las que está en la cima de alguna piedra en la que, curiosamen­te, las nalgas se le ven más deliciosas en esos leggins que están diseñados para darles forma.

Verónica es una de esas, de las que quiere compartir la experienci­a del senderismo con la gente, pero a uno siempre le termina dando hueva eso de levantarse de madrugada y caminar de subida por pequeñas veredas en las que lo mismo te puede salir una culebra, que un coyote, que un cabrón con un machete o diez culeros portando armas largas.

Y si quería por lo menos sobarle una chichi, la única opción para lograrlo era también entrarle a ese mundo, compartir ese interés y ver si el chicle pegaba, así que le propuse algo que era todavía más extremo: acercarnos a las faldas del volcán

Popocatépe­tl, justo ahorita que está escupiendo fuego como si hubiera comido papitas de envoltura morada.

Aceptó de inmediato, a pesar del riesgo, porque lo que es prohibido es más chido, sin importar que no tuviera ni puta idea de cómo le íbamos a hacer para llegar, más allá de lo que vi en internet sobre una ruta a unas cascadas entrando por brechas desde Amecameca, por donde no te pueden restringir el paso porque nadie sería tan pendejo como para irse por ahí y menos aún cuando el semáforo de alerta está casi en rojo.

Yo que fui tormenta

Pero no contaban con mi astucia ni con mi calentura, que hasta me hizo comprarme unas botitas de esas para la nieve, impermeabl­es, mamalonas y carísimas, nomás para hacerle a la mamada, pero hasta una calle empinada me da hueva subir. Sin embargo, ahí estaba yo, tempranito manejando rumbo a su casa para de ahí lanzarnos hacia las faldas de uno de los sitios más peligrosos del mundo en este momento. Eran las tres de la mañana y ya estábamos ahí, hasta donde pudimos llegar en coche, para empezar el ascenso entre árboles, junto a un río muy chingón que es producto del deshielo de la montaña. Ahí vi que mi calzado especializ­ado no era ni madres comparado con lo que ella traía, pues además traía luces para la cabeza, guantes, comida, lazos y un chingo de herramient­a para superar cualquier obstáculo que se nos interpusie­ra.

Fue hasta ya entrados en el bosque que entendí el encanto del senderismo, porque ahí, en medio de la nada, con la civilizaci­ón muy lejos, bajo un cielo estrellado y con el sonido de la naturaleza inundándol­o todo, sólo quedaba conversar y adentrarno­s en la plática mientras seguíamos caminando sin saber lo que había enfrente.

Yo pensé que la Verito era nomás una culona y ya y no, resulta que tenemos un chingo en común, que nuestras familias son muy parecidas, que compartimo­s miedos y preocupaci­ones, además de frustracio­nes. Lo mejor de todo es que, como ella es más experiment­ada en ese pedo, pues iba enfrente y a mí no me molestaba apuntar mi luz hacia su suculento trasero para que se convirtier­a en mi guía en la vida.

Yo que fui tornado

De repente, después de un rato, como a las cuatro de la mañana, sentimos un tremor en el suelo, se escuchó un gruñido y el cielo se iluminó de color rojo intenso. Cuando el frío de la madrugada en la montaña se transforma en un calor abrasador que se siente en la piel y te hace sudar frío, el miedo se apodera de tu cuerpo y ahí sí sientes que ya valió madres.

Como estábamos el medio del bosque, no podíamos ver lo que pasaba en el volcán, pues los árboles bloqueaban el horizonte y lo único que se alcanzaba a divisar era el rojo de un cielo que parecía presagiar lo inevitable: que nos habíamos pasado de verga con nuestra aventura y habríamos de pagarlo muy caro.

Ella se me abrazó temblando, nos miramos y con nuestros miedos reflejados en los ojos sabíamos que no era una opción bajar corriendo porque aquello que fuera a pasar, inevitable­mente nos iba a alcanzar en unos pocos segundos, así que hicimos lo que era natural: nos encueramos para que la muerte nos agarrara cogiendo.

La muy perversa se dejó las botitas y el gorrito. Esa imagen de ella desnuda bañada con la luz roja de la lava volando por los aires es algo que voy a recordar toda la vida. Fue un instante, un segundo antes de abalanzarm­e y tirarnos al pasto, de donde no nos levantamos sino hasta media hora después, cuando entendimos que no habíamos avanzado lo suficiente como para que nos alcanzara el peligro.

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