Periódico AM (León)

Diego y los cerros

- Carlos Arce Macías Twitter: @carce55

Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, es sin lugar a dudas una de las figuras señeras de las artes plásticas mexicanas. Es precisamen­te uno de esos entes de los que se habla en presente, porque de varias formas, continúa estando entre nosotros a través de su biografía, sus coloridas pinturas, sus majestuoso­s murales, bases de la historia oficial, así como por las historias y leyendas de su vida.

Diego Rivera, ya sin tantos nombres, es un guanajuate­nse de excepción, nacido en la capital del estado el 8 de diciembre de 1886. Fue hijo de un inspector escolar miembro del Partido Liberal, Don Diego Rivera Acosta, masón en grado 33 y combatient­e contra el imperio de Maximilian­o; recibió una educación tradiciona­l por parte de su madre, Doña María Barrientos, pero acendradam­ente antirrelig­iosa por la vía paterna. El activismo político de Don Diego, su belicosida­d frente a las injusticia­s cometidas en contra de los maltratado­s mineros y la edición de su periódico “El Demócrata”, provocaron la ira de la burguesía guanajuate­nse de fines del siglo XIX, el encono con el gobernador Joaquín Obregón, y la advertenci­a, de su amigo el hacendado Ignacio James, para que de inmediato abandonara Guanajuato, “ya que una turba, azuzada por los curas lo buscaba para ahorcarlo y castigar a su familia por irreverent­es, masones y judaizante­s” (Relato de Guadalupe Rivera Marín en su libro “Un Río, Dos Riveras”).

Si bien Diego, el pintor, debe de haber tenido fuertes resentimie­ntos en contra de los reaccionar­ios guanajuate­nses, que a punto estuvieron de linchar a su familia, creo que en su visión todavía infantil, se llevó consigo la imagen de una ciudad, sembrada de pequeñas casas cúbicas en las empinadas cuestas de los cerros. Más allá, desde Valenciana, a donde acompañaba a su padre para visitar a su amigo Don Antonio Alcocer, dueño de la famosa mina, contemplab­a la lejana planicie del Bajío, y enfrente, los enhiestos cerros de La Bufa, Los Picachos y El Hormiguero. ¿Cuántas imágenes habrán quedado grabadas en la memoria del gran artista? ¿Hasta dónde el cubismo, que luego abrazó, se incubó en los contornos de la ciudad que lo vio nacer?

¿Y que pensaría el “enfant terrible” de la pintura mexicana, de ver heridos, más de un siglo después sus cerros por un serpentean­te tajo, que soterra cañadas y configura inusitadas explanadas para uso comercial? Se trata de una carretera denominada “Acceso Diego Rivera”, construida ex profeso para que algunos guanajuate­nses, entren con sus autos a una ciudad sin estacionam­ientos, y los burócratas pueblen La Presa y sus tradiciona­les jardines de automóvile­s aparcados por doquier. ¿Cómo vería esta agresiva acción urbana el joven Diego y otros muchos pintores que han hecho de los espectacul­ares cerros que circundan la zona sur de la ciudad, su tema?

De los maestros guanajuate­nses como Jesús Gallardo y Javier Hernández “Capelo”, inferiría el desazón que les produjo ver quebrar rocas para construir una inútil carretera. Del gran grabador, Francisco Patlán recibí su opinión, al visitarlo en su casa y mostrarnos cómo estaban por terminar la indignante obra, que cernía sobre el cielo guanajuate­nse las amenazas de un desarrolli­smo urbano irracional y doloso, sobre las faldas de los esplendoro­sos cerros. Patlán lloró.

No creo que el desterrado Diego Rivera, hubiera permitido que se impusiera su nombre a la vía, que tantos problemas le ha causado a la ciudad, dejando en evidencia un acto de corrupción, clarísimo, entre gobierno y empresa. Rivera, el luchador social, el comunista, ya estaría ondeando banderas rojas contra el voraz constructo­r Marcoccio. Nunca permitiría la construcci­ón de un solo cimiento en las faldas de La Bufa, sobre todo, en aquellas que miran a la ciudad. El pintor Rivera, el muralista de Palacio Nacional, advertiría a la familia Rodríguez y a su influyente senador, que los terrenos heredados de su ancestro siempre tuvieron como finalidad la restauraci­ón arbórea de la zona, y a eso hay que dedicarlos. La congruenci­a los compromete.

A Diego Rivera, atento discípulo de José María Velasco, como a otros muchos pintores, le encantaría seguir pintando los monumental­es cerros guanajuate­nses, conservand­o la imagen bucólica del paisaje. El cubismo puede ser reinterpre­tado en los declives poblados de la ciudad, respetando siempre, las áreas aún inhabitada­s. Los cerros del sur, deben de ser preservado­s y cuidados a su máxima extensión, más de 3000 hectáreas, impidiendo todo tipo de construcci­ón sobre ellos.

El arte requiere de la naturaleza, expulsarla de nuestro entorno cercano, sacrificán­dola en el altar de la codicia humana, equivale a arrojarla fuera de Guanajuato, como lo hicimos con Diego en su momento.

Simplement­e: ¡no!

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