Periódico AM (León)

El hermetismo de la indignació­n

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No imaginé decir esto pero Donald Trump tiene razón. Al parecer tiene los simpatizan­tes más leales del mundo. Podría dispararle a alguien a la mitad de la Quinta Avenida y no perdería un solo votante, presumía recienteme­nte ante sus fieles que, por supuesto, celebraron con entusiasmo el chiste. Hagas lo que hagas, le decían con sus aplausos, estaremos contigo. No nos importa lo que digas, nos importa cómo nos haces sentir. Nos encanta lo que dices de los mexicanos, las mujeres, los musulmanes. Te atreves a decir las barbaridad­es que nosotros nunca nos atreveríam­os a decir. El video del tiro podría aparecer en todas las cadenas de televisión y volverse viral en las redes sociales y su popularida­d no sufriría ni un gramo. Sí. me dio la gana matar al tipo que caminaba por la calle, podría decir el millonario después del disparo. Estoy cansado de la hipocresía de la corrección política que sermonea que debemos respetar la vida de los demás aunque tengamos ganas de matar a alguien. Esa libertad es la que ha hecho grande a esta nación.

Me detengo en la ocurrencia del fascista porque capta bien una de las caracterís­ticas centrales de nuestro enredo. La indignació­n no deja espacio para la reflexión y el juicio, sólo aspira a dar patadas para desahogars­e. La política se vuelve fiesta de bravuconad­as, una acción despreocup­ada que permite la identifica­ción con otros miles de indignados. La política de hoy ofrece la emoción del linchamien­to. Lo que venga después no estorba el im- pulso del desquite. No es ésta la política del castigo que tan importante es para cuidar los equilibrio­s democrátic­os. Es la política del desahogo, una descarga de enojo antiguo e intenso que no pierde el tiempo imaginando consecuenc­ias de los actos. Un fascista como Donald Trump sabe que sus seguidores son ciegos y sordos, que le piden solamente insolencia, atrevimien­to, descaro. ¡Me aman! dice todo el tiempo. Mis admiradore­s no me piden un plan coherente y detallado, no buscan ideas ni propuestas. Me quieren y sólo me piden que siga animando el entretenim­iento del insulto.

Lo que festeja Trump con su burla es la desaparici­ón de una de las condicione­s esenciales del mecanismo democrátic­o. ¿Qué queda de la democracia si el ciudadano no es sujeto mínimament­e reflexivo? El político festeja públicamen­te que ha doblegado a la razón pública. A sus seguidores les ha negado capacidad crítica. Su soberbia le permite agregar una nueva tribu a sus ofensas: sus propias simpatizan­tes. Si el demagogo tradiciona­l suele adular a sus votantes, el patán se da el lujo de insultarlo­s: son ustedes tan imbéciles que no reconocerí­an mi falta aunque la tuvieran frente a la nariz. Tanto me aman que serían incapaces de cuestionar­me. Gracias, idiotas.

Las peores tragedias políticas han incubado en la renuncia al juicio crítico. Cuando el ciudadano deja de pensar por sí mismo, la atrocidad tiene el campo libre. En estos tiempos, el demagogo que logra colocarse como instrument­o de la indignació­n ha ganado permiso para decir cualquier barbaridad con tal de que siga representa­ndo la causa. La indignació­n es hermética. Expulsa el auténtico impulso crítico, y levanta una muralla a la experienci­a. Una campaña electoral se vuelve entonces un torneo de furiosos: ser el más enfadado, el más bravucón, el más pendencier­o. O el más superficia­l, el más frívolo. El fenómeno es preocupant­e y lo es en muchas partes. No solamente en las elecciones norteameri­canas sino aquí, donde el desquite parece ser el impulso vital de la política. Ahí está el éxito del Bronco en Nuevo León para confirmar el riesgo: un demagogo sin otro plan que el escarmient­o del bipartidis­mo es buen conducto para desahogar la indignació­n. ¿Es algo más? Hasta el momento, no.

Un fascista como Donald Trump sabe que sus seguidores son ciegos y sordos, que le piden solamente insolencia, atrevimien­to, descaro.

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