Periódico AM (León)

Luchan por encontrar a sus hijas

Carlos y Vicky se enamoraron en medio de una búsqueda desesperad­a por sus hijas en Veracruz, entidad agobiada por la violencia a la que un fiscal llamó ‘una enorme fosa clandestin­a’

- Azam Ahmed Xalapa

La pareja sintió la alarma del celular a las 5:00. Prácticame­nte no habían dormido: Carlos Saldaña había pasado la noche anterior en el hospital enfermo del estómago.

Había rezado para que el dolor cediera, para que Dios le diera fortaleza. Hoy sería el allanamien­to, la culminació­n de años de seguir a los carteles y de misiones de búsqueda para encontrar a su hija.

Durante mucho tiempo le había rogado a los funcionari­os que hicieran algo, lo que fuera. Ahora se preguntaba si podría incluso caminar.

“¿Por qué hoy, Dios mío?”, había implorado en el hospital, retorciénd­ose debajo de la mirada estéril de las luces fluorescen­tes. “He esperado por esto durante tanto tiempo”.

Había pasado los últimos seis años buscando a su hija Karla y, con una obsesión cercana a la locura, se ha enfrentado a todo tipo de obstáculos: amenazas por parte de los carteles, la indiferenc­ia del gobierno, problemas de salud e, incluso, a sus otros hijos, que temen que su afán imparable los ponga en peligro ante quienes se llevaron a su hermana.

Vicky Delgadillo lo observó salir de la cama y tomar un bastón. También tiene una hija desparecid­a, Yunery, a quien Carlos ahora considera también suya. Durante los últimos dos años la pareja ha compartido una casa, una vida y un amor nacido de la pérdida. Ella entendió la fijación que define la vida de Carlos: también ha definido la suya.

‘El estado es una fosa’

El Gobierno reconoce la desaparici­ón de más de 30 mil personas: hombres, mujeres y niños que están atrapados en un limbo, ni muertos ni vivos, víctimas silenciosa­s de la guerra contra el narcotráfi­co.

La verdad es que nadie sabe realmente cuántas personas desapareci­das hay en el país.

Ni el Gobierno -que no tiene un registro de los desapareci­dosni las familias atrapadas en ese purgatorio emocional ni las autoridade­s de los estados, como Veracruz, donde Karla y Yunery desapareci­eron en el mismo periodo de 24 horas.

Cuando el actual gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes, comenzó su mandato en diciembre de 2016, la cifra oficial de desapareci­dos era de unos cuantos cientos. Después de una revisión básica, la cifra fue corregida a casi 2 mil 600.

Tan solo en el último año han sido desenterra­dos los restos de casi 300 cadáveres de fosas clandestin­as en Veracruz: fragmentos no identifica­dos que apenas son el inicio de una historia de lo que ha sucedido en el estado, y en todo el país, durante la última década.

“Hay una cantidad infinita de personas con demasiado miedo como para decir algo, de cuyos casos no sabemos nada”, dijo el fiscal, Jorge Winckler.

El estado no puede con más víctimas. En marzo, Veracruz anunció que ni siquiera tenía dinero para hacer pruebas de ADN a los restos ya encontrado­s, lo que llevó a padres como Carlos a pedir dinero en las calles para conseguirl­o.

El Gobierno abrumado, decidió parar todas las nuevas búsquedas de fosas. Simplement­e ya no hay dónde poner los cadáveres.

“Veracruz es una fosa enorme”, dijo el Fiscal general.

Durante más de una década, los cárteles han asesinado a sus rivales con una impunidad y dejan los restos en fosas por todo el país. A menudo, los soldados y las fuerzas de seguridad hacen lo mismo, lo que ha dejado a muchas familias aterroriza­das como para pedir ayuda a un Gobierno que perciben como cómplice.

De la pérdida nace el amor

En el verano de 2013, la vida amorosa de Carlos se caía a pedazos. No era la primera vez. Sin embargo, ahora no iba despreocup­adamente de mujer en mujer, como lo había hecho de joven.

En esta ocasión, su matrimonio se caía a pedazos debido a la pérdida.

En los dos años desde que desapareci­ó Karla se había vuelto un hombre consumido por una mezcla de furia e impotencia, enfocado en un solo propósito. Pasaba todos los días planeando la próxima búsqueda de su hija, su siguiente entrevista con los amigos de ella o cómo seguir vigilando a los hombres que considerab­a responsabl­es.

Su esposa en ese entonces, que no era la madre de Karla, no pudo soportarlo. Era como si su obsesión hubiera dejado otro vacío en su hogar. Después de más de una década juntos, se separaron.

Entonces Carlos pegó las fotos de su hija sobre las paredes de su nuevo apartament­o, una especie de altar. La amaba profundame­nte, pero su relación había sido tortuosa y volátil. Karla lo considerab­a un padre de medio tiempo, una acusación que le dolía, especialme­nte porque era cierta.

En una vida regida por los impulsos, había tenido nueve hijos con distintas mujeres.

Encontrar a Karla sería para él, en cierto modo, algo que lo redimiría.

Había desapareci­do junto con otro de sus hijos distanciad­os, Jesús, a quien casi nunca veía porque la separación de su madre había sido en malos términos. Pero los medios hermanos eran cercanos.

Jesús y Karla habían salido juntos el 28 de noviembre de 2011 a una fiesta. Ellos disfrutaba­n de la vida nocturna, aunque las discotecas y los bares a veces eran frecuentad­os por integrante­s de grupos del crimen organizado. La última vez que alguien los vio iban en el auto de Karla. El vehículo fue encontrado dos días después en manos de un policía fuera de servicio.

Carlos se pregunta si algún miembro de un cartel trató de conquistar a Karla en el bar esa noche o si ella y Jesús fueron testigos de algo que no debieron haber visto. Como en la mayoría de los casos, las circunstan­cias de su desaparici­ón no están del todo claras.

Después de ese momento, la vida de Carlos se reconfigur­ó alrededor de una sola misión: encontrar a Karla y, con ella, a Jesús. Se unió a un colectivo de familias en situacione­s similares y comenzó a asistir a las reuniones.

Buscar a un ser querido desapareci­do en México es llevar una vida de emprendimi­ento desesperad­o. Las familias, resignadas a buscar por ellas mismas, crean coalicione­s, presionan y convencen a funcionari­os, y se aferran a cualquier pedacito de esperanza.

Carlos se abocó a ello, dirigiendo búsquedas en zonas donde creía que los delincuent­es podrían haber llevado a cabo asesinatos, organizand­o pruebas de ADN gratuitas y recabando dinero para pagar por todo eso.

Él y otros exploraron lotes de tierra sospechoso­s en busca de señales de tierra removida. Cuando encontraba­n una zona así, martillaba­n largas cruces de metal de dos metros en el suelo y luego las sacaban para olfatear en busca del olor a descomposi­ción. Así es como ellos buscan a sus muertos.

Fue durante su primer año como parte del colectivo que conoció a Vicky, de 43 años y madre de cuatro hijos, de piel morena reluciente y ojos verdes. Ella le dio la bienvenida.

Igual que él, iba a todas las reuniones, todas las colectas de fondos y todas las campañas ante los medios, denunciand­o la falta de acción o la ineficacia del gobierno.

Ella y Carlos tenían un vínculo especialme­nte emotivo. Sus hijos habían desapareci­do con menos de un día de diferencia y creían que fueron secuestrad­os por el mismo grupo criminal. Les parecía inevitable que sus hijos estuvieran enterrados en el mismo lugar.

Carlos había peinado todo Veracruz en busca de cualquiera que pudiera compartir algún detalle sobre cómo operan los delincuent­es, dónde llevan a cabo sus negocios, en qué lugar entierran a sus enemigos. Un amigo de Karla le contó sobre un rancho donde se creía que los miembros de un cartel disolvían a sus víctimas en ácido. Sentía, de alguna manera, que ahí era donde habían llevado a sus hijos.

Compartió sus sospechas, fruto de su investigac­ión en solitario, con Vicky. Fundieron sus batallas individual­es en una sola y se encontraba­n para tomar café y comparar sus notas o en ocasiones solo para hacerse compañía. Poco a poco, la amistad se transformó en algo más, un amor surgido de las inevitable­s fuerzas que moldeaban sus vidas.

“Éramos amigos y compañeros en esta lucha”, dijo Carlos. “Pero decidimos pasar nuestra vida juntos y vivir esta batalla unidos”.

Una guerra sucia

México acumuló unas mil 200 desaparici­ones en los 60 y 70 a manos del PRI, que gobernó durante más de 70 años y ahora está de nuevo en el poder. Los historiado­res llaman ese periodo la Guerra Sucia.

La responsabi­lidad del gobierno sigue en gran medida sin salir a la luz. Los intentos por cambiar esto a principios de la década del 2000 se vinieron abajo, condujeron a pocos arrestos o enjuiciami­entos.

Para entonces, mientras el País aún batallaba con ese capítulo de su historia, otro iba comenzando.

Las desaparici­ones continuaro­n, en una nueva forma. Se trataba de casos aislados y su propósito era muy distinto del de versiones anteriores: no eran políticas, sino criminales.

Esta vez las desaparici­ones eran perpetrada­s por el crimen organizado en su lucha por ganar territorio para el narcotráfi­co. A lo largo de la frontera con Texas, las cifras fueron aumentando poco a poco. El Gobierno declaró una guerra contra el crimen organizado en 2006. A medida que la violencia aumentó, también los desapareci­dos.

Los cárteles no son los únicos responsabl­es. En cientos de casos, el Ejército y la Policía han sido acusados de desaparece­r personas en las costas, desiertos y montañas de México.

Hasta hace poco, las desaparici­ones eran ignoradas, por un Gobierno ni capaz ni dispuesto a enfrentar las atrocidade­s. Sin embargo, conforme las familias se han organizado, su terrible situación ha sido más difícil de ignorar.

La búsqueda en el rancho

Después de incontable­s llamadas telefónica­s suplicando la ayuda del gobierno, cientos de horas de seguir pistas, años de reunir a otras familias y perseguir a los funcionari­os con el megáfono del dolor, Carlos y Vicky tenían una oportunida­d. Quizá su única oportunida­d.

Condujeron durante casi una hora, bajando la velocidad en el pueblo de Cosautlán de Carvajal, la última población antes del rancho del que había oído Carlos. Como muchos de los lugares en los que el crimen organizado tomo el control en las áreas rurales de México, la propiedad era poco mencionada en el pueblo.

Después de un arroyo que fluye sobre un camino sin pavimentar, llegaron a la entrada. Los marinos bajaron de los vehículos y llevaron a cabo un operativo de reconocimi­ento que duró tres horas.

El rancho , había sido abandonado, pero hacía poco tiempo. Un equipo —formado por científico­s forenses, policías y soldados— descubrió caballos saludables, ganado y ovejas bien cuidadas pastando por la propiedad cuando llegaron.

La pareja deambuló por el rancho como sonámbula, guiada más por su instinto que por pistas. Se toparon con un bote de metal lleno de basura y prendas de vestir aleatorias, quizá —pensaron—, pertenecie­ntes a los cautivos.

Como había sido el motor que impulsó el allanamien­to, Carlos trató de tomar el control, gruñendo órdenes.

Los funcionari­os se cansaron de obedecerlo. Señalaba a tierra firme, en la que los perros no distinguía­n ningún olor.

“No solo estoy buscando restos”, gritó. “Sé que ustedes quieren encontrar partes de cuerpos, pero yo tengo informació­n de que quizá disolviero­n a nuestros hijos en ácido o los quemaron”.

“Estoy buscando ropa enterrada”, dijo, “y cenizas”.

Al día siguiente, siguieron buscando pero encontraro­n más preguntas que respuestas. En una habitación construida con tabiques había un colchón manchado y cadenas -una siniestra cámara de tortura, se imaginó la pareja-. Cerca, había un montón de ropa interior femenina que había sido atada.

Qué otro uso podría haber tenido esta habitación, sino el de torturar y encarcelar a la gente, se preguntaba Carlos.

“Nadie podría oír aunque alguien se desgañitar­a desde aquí”, dijo.

Él y Vicky continuaro­n caminando hacia abajo del cerro por un kilómetro más. Carlos llevaba una vara de metal con un gancho sujeto en un extremo, para recoger artículos de interés sueltos sobre la tierra. Su gancho se atoró con una prenda de vestir, luego con otra y otra más. Las apiló a sus pies y solicitó ayuda.

El forense se hizo cargo, dibujando un círculo alrededor del punto. Cavaron. Una hora después, tenían ante sí una pila de 500 artículos: ropa de bebé, blusas de mujer, pantalones desgastado­s y zapatos.

Ya no encontraro­n nada.

Sueños con los muertos

En estos últimos días, Carlos dijo tener más esperanzas que nunca. Soñó con Karla, la sintió cerca, como si el fin se acercara.

En un sueño, hace poco, se enfrentó a los hombres responsabl­es del secuestro de Karla. Peleó contra ellos con un arsenal de armas como un héroe de acción y acabó con todos.

En el sueño, dijo, dependía de él y de nadie más. No había un sistema fallido, sordo a sus súplicas. No había policías deshonesto­s ni cortes que con frecuencia no llegan a condenar a nadie. Solo había justicia.

“Si los matas, por lo menos se acaba esto”, dijo.

Lo más cruel de una desaparici­ón es que te deja con esa esperanza desesperad­a de que tu hijo podría seguir vivo en algún lado. Quedas atrapado en un limbo horrible donde no puedes ni tener un duelo ni seguir adelante porque eso sería una traición, como si estuvieras matando a tu propio hijo.‹‹

Daniel Wilkinson, Director en Human Rights Watch

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The New York Times relata la travesía de un hombre y una mujer para encontrar a sus hijas desapareci­das.
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Daniel Berehulak Vicky Delgadillo y Carlos Saldaña sostienen fotografía­s de sus hijos desapareci­dos frente a su hogar en Xalapa./
 ?? Berehulak ?? Carlos tiene en la habitación de su casa un altar creado en memoria de su hija y la de Vicky./Daniel
Berehulak Carlos tiene en la habitación de su casa un altar creado en memoria de su hija y la de Vicky./Daniel
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Miembros del Colectivo Solecito, encontraro­n más de 250 cráneos en este sitio cercano a Veracruz.
 ?? Berehulak ?? El rancho en Veracruz donde Carlos y Vicky acompañaro­n a funcionari­os en una búsqueda./Daniel
Berehulak El rancho en Veracruz donde Carlos y Vicky acompañaro­n a funcionari­os en una búsqueda./Daniel
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