Periódico AM (León)

Hay otros mundos, pero están en este

- José Andrés Rojo

La manada, la tribu, la nación, el pueblo. Hay verdadero pavor en los últimos años a desenganch­arse del grupo, y a perderse en las cosas de cada uno. Así que lo habitual es tirar el ancla para fijarla de manera firme en algún lugar que dé calor y que sirva para confirmar que sí, que eres de los nuestros.

Los expertos suelen referirse a la globalizac­ión para entender esa querencia: la gente busca afinidades para no extraviars­e en esa vaga nebulosa donde existe tanta diversidad. Hay otros que entienden que son conductas provocadas por la crisis económica, y es que si no fuera por los más próximos podrías haber sido fulminado. Otra interpreta­ción más: Internet te abre a un mundo tan vasto y ajeno que más vale buscar ahí a tus afines y darle al “me gusta”.

La peste de las identidade­s está a la orden del día. Es necesario y urgente pertenecer a algo, vestir las mismas camisetas, levantar las mismas banderas, aspirar a una pureza intachable, ser auténticam­ente de izquierdas, tener raíces, no cometer traición. De lo que se trata, antes que algo, es de compartir unas señas de identidad y de tener localizado al enemigo.

Cuando reflexiona sobre los afanes de tantos por legitimar la propia causa en su último libro, La flecha (sin blanco) de la historia, el filósofo Manuel Cruz cita unas observacio­nes de un artículo de Tzvetan Todorov publicado en estas páginas: “Cuando uno atribuye todos los errores a los otros y se cree irreprocha­ble, está preparando el retorno de la violencia, revestida de un vocabulari­o nuevo, adaptada a unas circunstan­cias inéditas. Comprender al enemigo quiere decir también descubrir en qué nos parecemos a él”.

Nada más alejado de la corriente que hoy se impone, donde lo que sobre todo importa es ser de la manada, de la tribu, de la nación, del pueblo. Hay, sin embargo, otros mundos y, por extraño que parezca, están en éste.

Por ejemplo, William Morris. Vivió en la Inglaterra victoriana y tuvo tiempo para hacer de todo. Fue diseñador, artesano, empresario, poeta, ensayista traductor, bordador, tejedor, impresor, tipógrafo, editor, agitador político, etcétera. Una exposición recoge una amplia muestra de su obra en la Fundación Juan March de Madrid, y en su sala de conferenci­as recordó el escritor Ignacio Peyró hace unos días que uno de los caminos que exploró para forjar sus derroteros espiritual­es fue el de regresar al medievo. En la Inglaterra cargada de humo y manchada con el hollín de las fábricas de la era industrial, Morris eligió el lustre de los ideales caballeres­cos y el esplendor de las catedrales góticas.

Procedía de una buena familia, jamás tuvo dificultad­es económicas, tenía las antenas puestas para atrapar cuanto contribuye­ra a conquistar más belleza. Pero las injusticia­s lo exasperaba­n. Así que se metió en política, entregado a difundir la causa socialista. Hay otros mundos, sí, pero están en éste. Y frente a cuantos reclaman las identidade­s sin mácula, confirman que las cosas son más complejas, que somos mestizos y que, ay, también llevamos al enemigo dentro.

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