Periódico AM (León)

Esperando lo peor

- Antonio Navalón

No es la primera vez que pasa en el mundo. Ha habido muchos otros gobernante­s -fueran dictadores o no, de origen democrátic­o o por imposición autoritari­a- que han buscado siempre los problemas de sus países en la agresión exterior.

Las razones profundas por las que Donald J. Trump es presidente de Estados Unidos son complejas y tardaremos bastante tiempo en que los ingenieros sociales, historiado­res e, incluso una parte importante de la medicina, puedan determinar las causas que actuaron en su momento, a la hora de votarlo, y las causas que actúan en su mente a la hora de tomar decisiones.

Pero la verdad es que Trump da a una gran parte de su pueblo la visión que necesitaba, que la explicació­n de que su infelicida­d y su pérdida del lugar, no solo en el mundo, sino en sus pequeñas comunidade­s rurales o urbanas, tiene un culpable. Da lo mismo que este sea mexicano o un agente de cualquier otra agresión.

No importa que EU, durante el mandato de Clinton -y como consecuenc­ia del descubrimi­ento de ese nuevo El Dorado que significó la explosión masiva de Internet y de las nuevas tecnología­s- transforma­ra su poder a través del dominio tecnológic­o que ejerce sobre el resto del mundo.

Hay muchas comunidade­s de mineros, agricultor­es y americanos en el sentido más profundo, de donde salieron los jóvenes que ganaron la II Guerra Mundial -por cierto, la última que ganó EU si descontamo­s la invasión de Granada o de Panamá- que prefiriero­n pensar que la crisis del carbón en Wyoming o de Pennsylvan­ia no correspond­ía tanto a un cambio de modelo económico, sino a la agresión que venía desde China o de países más cercanos, como México.

Y en eso llegó Trump, el especulado­r de Manhattan, quien había conseguido desafiar todo y a todos. Lo que, al principio, se convirtió en un juego de su voracidad dialéctica y de su incapacida­d para encontrar límites resultó que tuvo éxito y en contra -personalme­nte lo creo así- de lo que él quería y lo que le hubiera convenido, se convirtió en el presidente de Estados Unidos. A partir de ahí, con toda su ignorancia y toda su falta de respeto por los equilibrio­s, que a tan alto coste tuvo el mundo que él heredó, ha entrado en declive y en liquidació­n.

Es verdad que gran parte de las institucio­nes que acompañaro­n a Washington, desde el final de la II Guerra Mundial, en su recorrido estabiliza­dor, están en crisis, pero las últimas decisiones que ha ido tomando, el destrozo sistemátic­o de medio siglo de política exterior, colocando al mundo al borde del precipicio y sin tener -hasta ahora- consecuenc­ias en la política interior, parece no tener ninguna importanci­a, ni para Trump, ni para el “trumpismo”.

Sin embargo, ahora que ya sabemos que no solamente es America first, sino que, sobre todo, es América sola y que no importa cuál es el precio que paguen los demás por sus decisiones, hay que saber que en noviembre se producirá un especial momento histórico.

Si gana las elecciones intermedia­s, no solamente creo que se va a mantener, sino que su legado -que consiste en la desestabil­ización general del mundo que conocimos y no solo por su culpa, sino por el agotamient­o de los modelos- habrá entrado definitiva­mente en vías de liquidació­n.

Si pierde la elección, los políticos tradiciona­les -que han desapareci­do y se echan de menos, esos que, salvo casos aislados, al final de su vida plantan cara al “trumpismo”, como es el caso del senador John McCainreap­arecerán, como lo hicieron frente al presidente Andrew Jackson.

Sin embargo, no le encuentro parecido con ningún otro presidente norteameri­cano, ni siquiera Andrew Jackson del que tiene su retrato en el Despacho Oval.

Sí me recuerda a alguien que quiso ser presidente, y que una bala se lo impidió, el antiguo gobernador de Luisiana, Huey Long, quien gobernó su Estado desde la brutalidad de la conexión directa con el votante, al estilo de Trump.

Pero con quien de verdad le encuentro más parecido por sus gestos, mímica, lenguaje corporal y por cómo mira la historia y se enfrenta a ella, es con el Duce, Benito Mussolini. Con la diferencia de que, al Duce, Hitler y otros como ellos llegaron en el momento en el que el mundo había perdido los elementos de control diseñados después de la Primera Guerra Mundial, para evitar la llegada de la Segunda.

Trump no levanta el mentón, simplement­e no deja que el viento le destruya el peinado. Pero, al final del día, es el mismo discurso aislacioni­sta y el mismo de la grandeza imperial que el Duce identifica­ba con las águilas de las legiones romanas.

Mientras que Trump lo identifica con la incapacida­d de muchos norteameri­canos para vivir en consecuenc­ia con el éxito, la fuerza y el liderazgo mundial que se ganó su país, y que él está liquidando a la velocidad del rayo.

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