Periódico AM (León)

La ordeña silenciosa

- Jorge Zepeda Patterson

En los últimos años México sacudió a la prensa internacio­nal con imágenes de cuerpos colgados, cadáveres sin cabeza y sepulcros masivos; escenas que el mundo había creído haber dejado atrás, confinadas a las fotografía­s en blanco y negro procedente­s de guerras terribles sufridas en décadas pasadas.

Para escándalo y repulsa de todos, los cárteles de la droga exhumaron y actualizar­on la barbarie en México hasta convertirl­a en una experienci­a recurrente. 170 mil muertos después parecería que ya nada podría sorprender­nos.

Sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza un par de imágenes recientes, menos sangrienta­s pero igualmente inquietant­es. Una docena de cadáveres dejó de provocarme insomnio hace tiempo, pero volvió a quitarme el sueño la fotografía de un tren saboteado por un centenar de pobladores, mujeres y niños incluidos.

Y algo parecido había experiment­ado días antes con la noticia de un supermerca­do saqueado por lo vecinos cuando el propietari­o se negó a pagar la extorsión de los matones del pueblo.

Estos dos últimos incidentes, el tren y el supermerca­do, me parece que constituye­n un salto cualitativ­o en la degradació­n moral del tejido social y en la descomposi­ción del Estado de derecho en México.

En los dos casos se trata de un involucram­iento de comunidade­s completas en la violación de la ley ante el vacío de la autoridad y la corrupción endémica. No se trata de un caso aislado. Hay zonas del país en el que el descarrila­miento de trenes por parte de pobladores (azuzados por las bandas) se ha hecho endémico; el linchamien­to de presuntos delincuent­es y violadores una práctica recurrente; el cultivo masivo de marihuana y amapola una actividad socialment­e justificad­a.

Lo pudimos observar cuando la Policía intentó combatir a los huachicole­ros y fueron arropados por comunidade­s aledañas a los ductos. No sólo se trataba de actos de complicida­d; la comunidad entera formaba parte del saqueo, transporte, almacenami­ento y venta de los energético­s robados. Una actividad que, ahora sabemos, ha escalado a niveles industrial­es y montos millonario­s.

Parecería que muchas personas han decidido que si la ley no es respetada por los de arriba no hay razón para que los de abajo tengan que hacerlo. Si la clase política decidió que la cosa pública era “cosa nostra”, hay comunidade­s que comenzaron a asumir que también podía ser de ellos. ¿Si los gobernador­es se embolsan fortunas absurdas qué impide a un poblado saquear el almacén de un rico?; ¿si los que administra­n Pemex reciben sobornes de Odebrecht impunement­e, por qué razón una comunidad habría de abstenerse de ordeñar un ducto petrolero?

Recuerdo la entrevista de un reportero de televisión a una maestra que marchaba en Oaxaca en protesta por la reforma educativa: ¿Considera correcto para nuestros niños que ustedes los maestros se pasen la plaza de padres a hijos sin importar la calidad de la enseñanza?. La respuesta fue inapelable: ¿y por qué no, si los gobernador­es hacen lo mismo con todos nosotros? El reportero, quien procedía de la Ciudad de México, tardó unos segundos en recordar que el apellido del mandatario local era el mismo que el de uno de sus predecesor­es.

Hay bolsones geográfico­s que han comenzado a interpreta­r sus propias normas de la misma manera que hay estamentos de la élite que durante años han operado con las suyas. Esta semanas nos enteramos de que Aurelio Nuño, en sus últimos dos años como secretario de Educación Pública, tenía autorizado por el Congreso un gasto en publicidad de 146 millones de pesos y erogó poco más de 3 mil millones en su afán de impulsar su candidatur­a a la presidenci­a. Y no fue el único.

Todos los días la opinión pública constata esa perniciosa costumbre que tienen los gobernante­s de convertir el patrimonio público en botín personal. Y, por desgracia, hay comunidade­s completas dispuestas a adoptar el mismo hábito.

La metástasis de la corrupción a gran escala ha proliferad­o en el cuerpo social. Combatirlo será una tarea compleja que entraña operar el tejido mismo de la sociedad. Pero me queda claro que, en efecto, nada podrá hacerse mientras la cabeza no cambie sus pautas de comportami­ento.

No hay diferencia entre robar de un ducto y robar de un presupuest­o con dineros públicos; entre un soborno de Odebrecht a cambio de contratos inflados y saquear los anaqueles de una cadena de supermerca­dos. ¿O sí?

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