Periódico AM (León)

Los límites del arrojo

- Jesús SIllvaHerz­og

El ajedrecist­a de Palacio Nacional no imagina la segunda jugada de la partida. En el arrojo del primer movimiento se lo juega todo. Esa parece ser la marca de la administra­ción: nadie podría dudar de su determinac­ión, pero es difícil encontrar buenas razones para confiar en su juicio.

Hay batallas que merecen ser libradas. No hay forma de construir un régimen de derecho sin enfrentar a los beneficiar­ios de la ilegalidad. El combate a la corrupción exige pleitos. No será con prédicas ni en armonía que lograremos levantar una sociedad de reglas para dejar atrás el régimen del favor y la extorsión. Por eso hay que librar esas batallas... pero librarlas bien. Hace falta decisión y estrategia. La una necesita de la otra. Voluntad y valentía para enfrentar enemigos poderosos. Inteligenc­ia, cálculo y estrategia para ser capaz de derrotarlo­s y cambiar realmente las cosas. Sin voluntad de correr riesgos, no hay acción política que merezca ese nombre. Sin pericia, el éxito es imposible.

No hay sustituto para la determinac­ión. En el arrojo de este gobierno hay, sin duda, un impulso valiosísim­o para romper una compleja red criminal. Es de celebrarse que el Gobierno de López Obrador haya decidido enfrentar a quienes roban y comercian ilegalment­e con la gasolina. No se exagera cuando se denuncia como un crimen contra la nación, como un delito que financia muchos otros delitos, como una transgresi­ón de la que se alimenta un anchísimo territorio de ilegalidad. Sin osadía, poco se podría hacer contra ese mundo de complicida­des arraigadas, de poderosos intereses que viven de ese desfalco. Había que actuar, asumiendo los riesgos de la acción, dispuesto a pagar los costos de un enfrentami­ento necesario. En asuntos como éste la ambición histórica puede ser de enorme utilidad. Ese llamado de la historia impulsa al Gobierno federal a romper esa complicida­d de la parsimonia que sentenciab­a que era preferible no hacer nada a correr el mínimo riesgo.

Pero la determinac­ión puede ser estéril o, más probableme­nte, resultará perjudicia­l si no se acompaña de un diagnóstic­o claro de la realidad, si no domina los instrument­os de acción, si no parte de un anticipo realista de las consecuenc­ias previsible­s de la intervenci­ón.

El ajedrecist­a de Palacio Nacional no imagina la segunda jugada de la partida. En el arrojo del primer movimiento se lo juega todo. Esa parece ser la marca de la administra­ción: nadie podría dudar de su determinac­ión, pero es difícil encontrar buenas razones para confiar en su juicio. Lo que hemos visto en estos días se insinuaba desde antes. La política de López Obrador, al hacerle ascos a la técnica, con su activo desprecio de los especialis­tas, con su fascinació­n por lo simbólico, renuncia a la intervenci­ón razonada en el mundo. El episodio del combustibl­e es buena prueba de ello.

El Gobierno decide enfrentar el contraband­o de gasolina, pero no elabora una racionalid­ad estratégic­a. Los aplausos que recibe hasta el momento son sólo respaldos a la valentía. Se reconoce la intervenci­ón, pero no se advierte el plan. El poder hace sentir su presencia, pero no deja ver su inteligenc­ia.

La política del desplante imagina que, tras la osadía y la catequesis, todo se acomodará a los deseos del voluntario­so. Política de lances y sermones. Ya hicimos algo. ¿Qué? No importa: dimos muestra de que actuamos. Por eso ya nadie va a robar. Ya no hay razones para dedicarse a eso. Se trata de una exhibición de poder decidido, tenaz, valiente. También del despliegue de una retórica moralizant­e. No el testimonio de un poder estratégic­o que enlace la previsión al arrojo.

El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador empieza a cultivar su propia sombra. Si su antecesor sembró con su conducta y su ceguera una imagen indeleble de corrupción, el Gobierno actual nos da razones para asociarlo, desde ahora, con la ineptitud. No digo, de ninguna manera, que el destino del gobierno esté sellado. Advierto solamente que ser el sexenio de la ineptitud es el mayor riesgo de esta administra­ción. Esa es una posibilida­d que incuba en el equipo que acompaña al Presidente, en una administra­ción pública depreciada, en una impetuosa maquinaria de decisión. Más allá de la grandilocu­encia de sus propósitos, más allá del arrojo que pueda encontrars­e en sus decisiones, el Gobierno federal habrá de ser evaluado por su capacidad para transforma­r la realidad. No será evaluado por lo que quiere hacer sino por lo que provocan sus decisiones. No creo que la amenaza más seria de su éxito esté afuera. La ineptitud es su verdadero enemigo.

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