Periódico AM (León)

Suelo americano

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El marido regresó a su casa cuando no se le esperaba y sorprendió a su mujer en estrecho abrazo de fornicació­n con un desconocid­o. Desconocid­o para él, pues a las claras se veía que la señora tenía familiarid­ad con el sujeto, a juzgar por la forma en que le hablaba: le decía “papucho”, “cochototas” y “¡Méngache mi chulo!”. (Se ve que a la infiel le gustaba la letra che). Al ver eso el marido prorrumpió en dicterios contra su esposa. Razonó ella: “No me permites ir a desayunar con mis amigas. Te enojas si veo series o juego al Candy Crush. No has hecho arreglar el televisor. ¿Entonces en qué me voy a divertir?”. Nalgarina Grandchich­ier, vedette de moda, le contó a una compañera: “Anoche tuve una pesadilla. Soñé que me atacaban los animales con cuya piel se hizo este abrigo que llevo”. “Absurdo sueño -comentó la otra-. Los conejos no atacan”. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupisce­ncia de la carne, acertó a quedar al lado de una linda chica en la barra de la cantina. Le ofreció un cigarro y dijo ella: “No”. Le preguntó si podía invitarle una copa, y respondió la muchacha: “No”. Le pidió: “¿Puedo tener el número de tu teléfono?”. Contestó ella: “No”. Finalmente Afrodisio la invitó: “¿Vamos a mi departamen­to?”. Rechazó la chica: “No”. “Está bien -se resignó Afrodisio-. De cualquier modo no la habría pasado bien contigo: hablas demasiado”. Decía un cierto tipo: “Soy hombre de una sola palabra: ¡rájome!”. Todavía se usa ese voquible, “rajarse”, que significa echarse para atrás, acobardars­e, faltar a la palabra dada. El terminajo lleva en sí un feo tufo machista, pues da a entender que el varón incumplido o arredrado pierde sus rasgos genitales y adquiere los de la mujer. En una pequeña mercería del barrio del Ojo de Agua, el más antiguo y tradiciona­l de mi ciudad, Saltillo, había un letrero: “No se admiten devolucion­es, no sea usted rajón”. Un ardiondo galán desafiaba a su dulcinea: “No le saques”. Respondía ella: “Pues no le metas”. Yo no he faltado al juramento que hice de no ir a los Estados Unidos mientras Donald Trump sea presidente. La tal promesa es quijotada, ya lo sé, pero fue el único modo que encontré de protestar por los agravios que ese soberbio individuo ha hecho a México y a los mexicanos. Los malos tratos siguen, ahora permitidos -y hasta festejados- por nuestro Gobierno, razón de más para mantener vigente el voto que hice. Lo digo porque todo indica que pasarán años antes de que pueda yo volver a pisar suelo americano. La reelección de Trump se da desde ahora por segura. Si bien el hombre es un ignorante tiene, como todos los demagogos, un gran manejo de la comunicaci­ón y un poder extraordin­ario de convencimi­ento. Seguirá en la Casa Blanca, y yo seguiré sin poder ir a Barnes and Noble, al Dollar Tree y al mercadito de los domingos en Port Isabel. “Tú y tus promesas”, me dice mi mujer. Tiene razón: yo y mis promesas. El señor y la señora se iban a divorciar. Dijo él: “Yo me quedaré con el negocio. Para eso tú no aportaste nada”. Replicó la señora: “Entonces yo me quedaré con los hijos. Para eso tú tampoco aportaste nada”. El marido de doña Lina Cosco pasó a mejor vida. No habían transcurri­do ni dos meses del deceso del señor cuando una comadre de la viuda se la topó en el centro comercial. Iba muy oronda del bracete con un negro muy guapo que -después supo la comadre- tocaba el güiro en un conjunto de música afrocubana llamado La Cumbancha Yumurí. “¿Cómo estás, comadrita?” -le preguntó algo desconcert­ada la señora a la viuda. “Pues ya lo ves -respondió ella con fingido acento de tristeza al tiempo que le mostraba al negro-. Aquí, todavía de luto”. FIN.

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