Los demócratas
Ingrid Escamilla la mataron y las circunstancias de su muerte conmocionaron al país. Lo vimos, lo sentimos, lo lloramos: el grado de violencia, la barbarie perpetrada, la visibilización de lo que claramente fue un feminicidio.
AHan sido tiempos oscuros para las mujeres en México, y por eso alienta cuando se ve en el horizonte una luz, una vela pequeña pero incandescente. La que se encendió en la Secretaría de Relaciones Exteriores con el despido de Roberto Valdovinos, titular del Instituto de los Mexicanos en el Exterior.
Después de meses de demandas y reclamos, la Cancillería aceptó que había albergado, contratado y protegido a un acosador. Un funcionario que abusaba de su poder a diario, amedrentando a mujeres bajo su mando. Un funcionario que encarnó todo aquello que se vive en tantos hogares, en tantas oficinas, en tantas universidades, en los pasillos del poder todavía dominado por hombres que suelen salirse con la suya.
Lo logran por la ausencia de protocolos para denunciar el acoso adecuadamente, por la probabilidad de represalias amenazadas y represalias ejercidas, por el clima de miedo que lleva a las mujeres a callar en vez de hablar. Con demasiada frecuencia las mujeres son acosadas con impunidad. Alumnas y maestras y científicas y médicas y trabajadoras domésticas y meseras se ven obligadas a sonreír e ignorar la mano que les aprieta la nalga, la voz que les susurra en el oído, el comentario soez del supervisor. Y también, con demasiada recurrencia, las mujeres que intentan denunciar son denigradas o despedidas o acaban renunciando.
Las víctimas se sienten aisladas; no saben si al compartir lo ocurrido serán vistas con conmiseración o culpadas por habérselo buscado.
Algunas mujeres en el Instituto de los Mexicanos en el Exterior intentaron denunciar, pero su reclamo –luego de meses y meses– no prosperó. El Sr. Valdovinos encontró apoyo y protección, en vez de investigación y sanción.
Mientras, insultaba y maltrataba y humillaba a su personal femenino. Mientras, justificaba decisiones arbitrarias y actitudes violentas, diciendo que en este sexenio de transformación “es tiempo de que los de abajo se chinguen a los de arriba”. O decía: “Si yo me entero quién es el traidor que está dando información a la Subsecretaría para América del Norte, se las va a ver conmigo”. O se refería de manera denigrante a diversas mujeres en la Cancillería, que le “causaban asco y las vomitaba” y las llamaba “pendejas”. O les decía en tono burlón: “Hoy te ves más cachetona, ¿no? Y más morenita”. O intentaba agarrarles el pelo o darles un beso. O las obligaba a bailar con él, en su oficina, con la puerta cerrada. O les preguntaba: “¿Qué es lo que más te gusta de ti? ¿Tus ojos? ¿Tu nariz?” y si tenían novio. O negaba presupuesto para viáticos en el extranjero para que sus colaboradoras tuvieran que hospedarse con él y sus amigos, y si no accedían, les negaba el acceso a los foros. Valdovinos acumuló más de una decena de denuncias en su contra, incluyendo una por acoso sexual. Hubo quejas ante la CNDH, ante el Órgano Interno de Control, ante el Tribunal Federal de Conciliación y Arbitraje por despidos injustificados.
Y cuando finalmente, después de meses, el tema llegó a los medios gracias al trabajo tenaz de la reportera Isabella González, del periódico Reforma, Andrés Manuel López Obrador aventó la papa caliente a Marcelo Ebrard, quien finalmente reaccionó. Pero su reacción tardía, aunque loable, revela problemas institucionales que recorren la administración pública y el sector privado.
En el caso de Valdovinos, las mujeres agraviadas lograron su salida, pero después de que varias habían renunciado o habían sido despedidas. A las mujeres que denuncian el acoso laboral se les suele calificar de exageradas, histéricas, feminazis. Sus quejas son trivializadas, su enojo legítimo es minimizado.
Sus denuncias no son atendidas con diligencia, transparencia o perspectiva de género; más bien se archivan o se estancan o se ejercen venganzas o se padecen represalias. En el caso de Valdovinos se alinearon las estrellas para producir un castigo, pero la mayor parte de los acosos persisten en la impunidad.
Como lo subrayan las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey, que investigaron y evidenciaron a Harvey Weinstein en su libro She Said: Breaking the Sexual Harassment Story That Helped Ignite a Movement, la mayor parte de las mujeres acosadas tienen temor de hablar. Y sólo lo hacen cuando otras las acompañan, cuando otras comparten sus experiencias, cuando otras caminan lado a lado. Ojalá que la salida de Valdovinos del gobierno anime a otras a romper el silencio, a salir de la secrecía, a impulsar un movimiento contra el acoso laboral y sexual que el país necesita.
Ojalá que el caso del acosador en la Cancillería produzca más denuncias, más quejas, más precedentes institucionales. Muchos hombres mexicanos en el poder público, en la academia, en el cine, en el mundo de las letras no han enfrentado la rendición de cuentas como deberían. En Estados Unidos y en otras latitudes, miles de hombres han perdido sus puestos y su prestigio por acusaciones fundadas, como Harvey Weinstein, tumbado del pedestal y enfrentando un juicio público.
En México apenas empezamos a documentar y denunciar lo que debimos haber hecho público hace años. En México urgen las conversaciones sobre el acoso laboral y sexual para ver qué hacemos –social y legalmente– para penalizarlo. Y no se trata tan sólo de que haya una 4T sin machos, sino que logremos, en este entorno fracturado, forjar una nueva serie de reglas consensuales. Para que haya menos mujeres acosadas y avergonzadas; para que las víctimas sepan que al ser ferozmente valientes y contar sus historias inspirarán a otras a hablar, a iluminar el mundo con su verdad. Una mujer fuerte habla por sí misma. Una mujer más fuerte también habla por las demás.