Asesinar mujeres
Si alguien tenía dudas de que los feminicidios existen, de que deben ser tipificados e investigados como tales, el caso de Ingrid Escamilla, ocurrido en los mismos días en que el fiscal general intentaba eliminar este tipo, bastaría para convencer a cualquiera. Como indica el artículo 325 del Código Penal Federal, Francisco N. -no deja de ser llamativo cómo las autoridades intentan proteger la identidad del criminal y cómo no tuvieron ese prurito al filtrar las imágenes del cadáver de la víctima- privó a la mujer por razones de género.
El asesinato de Ingrid cumple con al menos cinco de los siete supuestos previstos en dicho ordenamiento: la víctima presentaba signos de violencia; se le infligieron lesiones o mutilaciones infamantes o degradantes, previas o posteriores a la privación de la vida; existían claros antecedentes o datos de cualquier tipo de violencia en el ámbito familiar del “sujeto activo” en contra de la víctima; existía entre “el activo” y la víctima una relación sentimental, afectiva o de confianza; y existen datos que establecen que hubo amenazas relacionadas con el hecho delictuoso, acoso o lesiones del sujeto activo en contra de la víctima. No consta que Ingrid haya sido incomunicada y su cuerpo no fue expuesto o exhibido en un lugar público, al menos no por Francisco N., aunque sí por quienes filtraron sus imágenes y quienes las compartieron en redes.
¿Cuántas veces tendremos que repetir que en México la justicia no existe ni para hombres ni para mujeres, pero especialmente no para las mujeres, antes de que todos convirtamos este tema en nuestra prioridad? ¿Cuántas veces tendremos que decir que la impunidad es absoluta y que carecemos de investigadores preparados con perspectiva de género para atender los cientos de casos que se les presentan antes de exigir un sistema que nos permita convertirnos en una sociedad civilizada?
2019 fue el año más violento para las mujeres: se cometieron contra ellas 74 mil 632 delitos, que incluyen lesiones dolosas, extorsión, homicidios dolosos -que solo en un bajo porcentaje fueron investigados como feminicidios-, corrupción de menores, secuestro, trata de personas y tráfico de menores. Por otro lado, de los crímenes que se denuncian en México, menos del cinco por ciento se resuelve. Es decir, que apenas unos cuatro mil deben de haberse esclarecido. En los otros 71 mil, no sabemos qué ocurrió y el culpable de seguro no ha sido castigado. Frente a este diagnóstico aterrador, al fiscal general le parece que la mejor manera de resolver la ineficacia del sistema es eliminando el tipo de feminicidio para equipararlo con un homicidio doloso.
El argumento de que así se logrará acabar con la impunidad no se sostiene. Ello querría decir que éstos sí se resuelven, lo que es falso. Y significa perder cualquier perspectiva de género en la investigación de los mismos y, por tanto, eliminar el mensaje que se envía a la sociedad y que tendría como objetivo último frenar a quienes se proponen ejercer violencia contra las mujeres. No es otro el objetivo de cualquier norma penal: no solo castigar a los culpables, sino desalentar a quienes se aprestan a cometer delitos semejantes.
Si a ello se suma la torpe formulación del Presidente, desestimando los feminicidios -aunque luego se haya disculpado-, podemos constatar dónde nos encontramos. En una sociedad donde se ejerce una violencia sistemática contra las mujeres, simplemente porque los hombres podemos hacerlo sin temor a las consecuencias; en una sociedad que se fija morbosamente en un caso como el de Ingrid Escamilla y no duda en exhibirla en vez de exigir el castigo para su asesino; en una sociedad donde las principales autoridades, el fiscal general y el Presidente, muestran su desdén hacia las mujeres y la perspectiva de género que debería acompañar las pesquisas criminales; y, en fin, en una sociedad que se resiste a darse cuenta de que, mientras no hagamos algo drástico, todos seguiremos siendo culpables del feminicidio de Ingrid y de los diez asesinatos de mujeres que ocurren en México día tras día.