Periódico AM (León)

RECORRE medio mundo PARA DECIR ADIÓS

Muchas personas no han logrado llegar al lecho de muerte de sus familiares durante la pandemia... yo fui una de las pocas afortunada­s

- Motoko Rich Tokio PANDEMIA Motoko Rich para The New York Times

Es la pesadilla de todo correspons­al extranjero: una emergencia familiar cuando te encuentras a medio mundo de distancia.

En mi caso, la llamada sucedió el mes pasado. Mi padre de 76 años estaba enfermo. No de la Covid-19 sino de complicaci­ones por una falla cardíaca congestiva. Ya no había nada que sus doctores pudieran hacer y lo pondrían en cuidados paliativos.

Yo estaba en Tokio. Él y mi madre en California. De pronto estaba frente a una serie de dudas inusuales debido a la pandemia: si era buena idea viajar o si sería capaz de perdonarme a mí misma por no ir. Si iba, no estaba segura de que podría volver a Japón debido a que hay una prohibició­n de entrada para muchos extranjero­s, entre ellos los estadounid­enses.

Sabía que otros en mi situación no habían conseguido llegar al lecho de muerte de sus seres queridos y habían dicho sus adioses a través de los teléfonos celulares de las enfermeras en los hospitales.

Mi padre me dijo que no me moviera pues no quería que me quedase atorada indefinida­mente en California cuando mis dos hijos y mi trabajo como jefa del buró de The New York Times estaban en Japón. Mi madre estuvo de acuerdo pero empecé a escuchar por teléfono cómo su estrés iba aumentando. Soy hija única así que no había nadie más que la acompañara.

Inicia el viaje

Al final decidí ir. Solicité, y me otorgaron, una exención humanitari­a a la prohibició­n de entrada de Japón.

Al día siguiente ingresé a un aeropuerto casi vacío en Tokio, donde me sentí como un extraterre­stre que llega a la Tierra para encontrar la ruina sepultada de un planeta muerto. En el avión, que iba tal vez a una quinta parte de su capacidad, tenía una fila para mí sola. Cuando un niñito sin mascarilla avanzó por el pasillo gritando “¡Ah- CHÚÚ!” se me pusieron ligerament­e los nervios de punta.

Para proteger a mis padres del coronaviru­s que hubiera podido pescar en el camino, me alojé en un sitio que alquilé y que providenci­almente estaba justo al lado del hogar donde crecí en California y donde mis padres aún vivían. Debido a que todo el estado se encontraba bajo una orden de inamovilid­ad, los dueños de Airbnbs no podían aceptar reservacio­nes de turistas, así que la casa estaba disponible para mi aislamient­o.

Cuando planeaba visitar a mi padre me ponía una mascarilla de tela y le enviaba un mensaje de texto a mi madre para decirle que iba en camino. Ella abría la puerta y retrocedía dos metros en el recibidor. Yo me quitaba los zapatos y subía directamen­te las escaleras.

De pie en el quicio de la habitación de mis padres yo quedaba a dos metros de la cama donde mi padre yacía con una cánula en la nariz que le administra­ba oxígeno a tiempo completo.

Habíamos conversado sobre lo que podía hacer para brindarle, con seguridad, la ayuda que mi madre desesperad­amente necesitaba en casa.

Mi hija, en Tokio, había tenido una idea: debía llevarme conmigo la ropa de ellos y así podía hacer la lavandería en la lavadora y secadora de la casa que había rentado al lado.

La primera carga contenía sábanas y ropa interior de papá que ahora que estaba tan demacrado parecía demasiado grande para su figura.

Al fondo del cesto de ropa había unos retazos de tela que mi mamá estaba preparando para confeccion­ar mascarilla­s que quería donar a un centro de salud local. El esfuerzo había quedado a medias debido al súbito deterioro del corazón de mi papá.

Reconocí decenas de piezas de mi infancia, de cuando mi madre cosía mi ropa. Había un patrón índigo con globos anarajados, verdes y amarillos de un yukata japonés —un kimono de verano— que ella había convertido en una de mis prendas favoritas en quinto grado de primaria. También había retazos de una frazada que mi madre había hecho para mis abuelos —sus suegros—en su 50 aniversari­o de bodas.

Cada remanente era un recordator­io de la generosida­d de mi madre y de los años que había pasado cuidándono­s, ahora adaptada a la era Covid-19.

Su llegada a casa

El día antes de mi llegada de Tokio fue al supermerca­do durante el horario matutino exclusivo para personas de las tercera edad y se abasteció de bayas frescas porque sabía cuánto extrañaba la fruta california­na. Envolvió brownies caseros en papel aluminio para llenar el refrigerad­or en el alojamient­o alquilado. Cuando hacía la cena para mi padre apartaba una porción en una bandeja y la dejaba en el porche para que yo me la llevara a la casa contigua.

Mi padre había estado oficialmen­te con riesgo de insuficien­cia cardiaca congestiva cinco años pero la verdad es que había necesitado de muchos cuidados durante al menos un cuarto de siglo, después de someterse a una cirugía de corazón abierto a los 50 años. Durante años mi madre había preparado comidas bien balanceada­s especiales para su diabetes y afección cardiaca. Sus médicos le dijeron que creían que había vivido tanto debido en parte a que ella lo había cuidado muy bien.

Mientras la condición de mi padre empeoraba rápidament­e y su respiració­n se volvía más trabajosa, los mensajes de texto empezaron a aparecer muy tarde por la noche en la pantalla de mi teléfono. Yo estaba en la casa contigua, esperando, y mi madre le administra­ba morfina por goteo y me pedía que registrara la hora y las dosis para las enfermeras de cuidados paliativos.

Una tarde le sugerí que nos tomáramos un descanso con distanciam­iento en el patio. Mi madre dijo que yo podría ir y sentarme en una banca de picnic mientras ella regaba las plantas. “No se pueden morir las plantas y papá al mismo tiempo”, me texteó.

Una noche, mi madre preparó un teishoku japonés, un conjunto de varios platos pequeños, que consistía en fideos soba y pequeñas albóndigas y una ensalada de rábano daikon rallado. Me quedé en la parte de atrás de la habitación mientras papá comía con gusto, una señal, pensamos, de que le quedaba más tiempo.

El final vendría pronto

La noche que murió mi padre yo llevaba apenas una semana en aislamient­o y no había recibido los resultados de la prueba de coronaviru­s, así que mi madre y yo nos quedamos, con mascarilla, cada una a un costado opuesto de la cama tamaño king-size. Cruzó los brazos sobre su pecho como señal del abrazo que temíamos intercambi­ar. Consideré arriesgarm­e sin más, pero luego pensé: ¿Y si doy positivo y le he llorado y moqueado encima?

En la ceremonia de cremación de mi padre, mis hijos leyeron sus recuerdos a través de FaceTime. Mi hijo dijo que deseaba tener la oportunida­d de decir adiós en persona. “Decir ‘Te quiero, Jiji’, una vez más”, leyó usando el diminutivo japonés de abuelo. “Así que eso voy a hacer ahora”.

Al volver de la funeraria nos detuvimos a observar una protesta de Black Lives Matter que se abría camino por una de las vías principale­s de la ciudad. Mi padre murió tres días después de que un oficial de policía mató a George Floyd. Nuestra pérdida personal parecía pequeña en el contexto de las pérdidas acumuladas a nuestro alrededor.

Una vez que recibí mi resultado negativo, mi madre consideró que era seguro que yo pasara momentos más prolongado­s dentro de casa a menor distancia. De la muerte resultan momentos de una extraña ocupación, el

tiempo se consume con el papeleo y la excavación de las pertenenci­as. Y las restriccio­nes de la pandemia hicieron que las cosas simples fueran difíciles.

Vacié las pastillas sin usar de mi padre en una bolsa Ziploc de un galón. Normalment­e, la estación de policía recibe dichos medicament­os, pero debido al cierre, el vestíbulo del recinto estaba cerrado. Mi madre quería designarme como su representa­nte de atención médica ahora que mi padre se había ido, pero enviar los formulario­s requirió numerosas llamadas telefónica­s porque nadie estaba seguro de cómo hacer la verificaci­ón sin una visita en persona.

Al no saber cuándo iba a volver otra vez, estaba desesperad­a por avanzar cuanto pudiera. Pero iba demasiado rápido para mi madre. Quería limpiar décadas de papeles acumulados y revistas. Ella estuvo de acuerdo en permitir que me encargara de una parte pero otras las haría a su propio ritmo.

Tal vez la culpa que siente un hijo adulto respecto a un padre que envejece es universal: jamás podemos hacer suficiente. Pero es el doble cuando vivimos a más de 8000 kilómetros de distancia y aún más durante una pandemia que dificulta los viajes.

* Motoko Rich es la jefa de la correspons­alía en Tokio. Ha cubierto un amplio rango de temas para el Times, incluyendo bienes raíces (durante un boom), economía (durante una crisis), libros y educación.

 ??  ?? La reportera y su padre en enero.
La reportera y su padre en enero.
 ??  ?? El vuelo de Japón a Estados Unidos iba casi vacío pero no dejaba de ser riesgoso.
El vuelo de Japón a Estados Unidos iba casi vacío pero no dejaba de ser riesgoso.
 ??  ?? La madre de la periodista tuvo cuidado de mantener una sana distancia al compartir comida.
La madre de la periodista tuvo cuidado de mantener una sana distancia al compartir comida.
 ??  ?? Motoko Rich con su padre en un templo de Japón en 1970./Fotos:
Motoko Rich con su padre en un templo de Japón en 1970./Fotos:
 ??  ?? Con sus padres en Japón, en 1977, a los 8 años.
Con sus padres en Japón, en 1977, a los 8 años.
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Retazos de tela que la madre de la reportera preparó para confeccion­ar mascarilla­s.

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