El tahúr y el asceta
No, nada los asemeja y nada debería, en realidad, aproximarlos. Opuestos. Némesis. Si Trump proviene nada más del privilegio —padre que le heredó millones, la fatuidad del jet set y los quince minutos de fama que otorga un reality show—, AMLO es justo lo que más aborrece —infancia pastoral en un rincón del país, horas y horas en interminables marchas y mítines a pie, horror evangélico al dispendio—, agua y aceite. Si el gringo se convirtió en el hombre más poderoso del planeta fue como un escalón más en su megalomanía hollywoodense, mientras que el tabasqueño debió pasar un sinfín de pruebas con tesón de profeta. Para el primero, la política es el arte de mantener a sangre y fuego las ventajas de su clase; para el segundo, la sublimación de la ira que le permitirá reivindicar a los que menos tienen.
En el fondo, cada uno encarna lo que el otro más detesta. Si al bravucón estadounidense los mexicanos siempre le parecimos subhumanos despreciables, en el mejor de los casos eficientes empleados de sus campos de golf o sus hoteles, y a quienes desde su campaña nos tachó de criminales y nos echó la culpa de todas las desgracias de su no tan grande patria, AMLO es para él la representación palpable de todos nosotros, el tonto útil al que manipulará a su antojo y a quien ya en más de una ocasión ha puesto contra las cuerdas. En su infinita arrogancia, ahora se complace en convocarlo —que no invitarlo— a la Casa Blanca con la displicencia del emperador que espera el pago de un tributo.
A AMLO, Trump se le aparece, en cambio, como un demonio: encarna un mundo —la pura ociosidad del millonario, el glamur de la high society, la extranjería intraducible— que no solo desconoce, sino desdeña desde lo más profundo de su alma. ¿Qué interés puede tener alguien que se jacta de no tener propiedades, de viajar en clase turista y de recortar gastos suntuosos —e incluso necesarios— en quien colecciona torres y casinos y se retrata en su penthouse neoyorquino rodeado de oro o en Mar-a-Lago acechando, gordinflón, un hoyo en uno? Y, sin embargo, de entre los enemigos reales o ficticios de los que se queja a diario —martirizándose como el Presidente más insultado de la historia—, no le ha quedado más remedio que someterse a los caprichos de un depredador y un racista.
Habrá quien señale que, detrás de tantas diferencias, algo ha de emparentarlos. La clásica coincidentia oppositorum. Aunque uno defienda ferozmente a la punta de la pirámide y el otro, con no menos furia, a las bases, ambos se ven como outsiders ajenos a los burdos políticos de carrera que han ascendido a fuerza de saltar de escritorio en escritorio o de acomodarse al siniestro escalafón de los partidos. Uno y otro ven arribistas y espías por doquier, justamente paranoicos ante la polarización que ellos mismos, con sus insultos y desplantes, han exacerbado. Uno y otro se perciben infalibles, el primero por creerse más astuto que el resto de la humanidad, el otro por asumirse más recto que nadie. A ambos les causan sarpullido los críticos, y en particular la prensa para ellos siempre vendida y embustera, sea el NYT o Reforma. Y ambos no se cansan de inventar imaginativos nombres y adjetivos para ridiculizar a sus rivales.
Paradójicamente, o no, ambos hoy se necesitan. O, maticemos, se han resignado, muy a su pesar, a saludarse. Pero no nos engañemos: el encuentro no será, en ninguna medida, equitativo. Trump ha decidido que la presencia de este mexicano prototípico, moreno, chaparrito, que ni siquiera habla inglés, le servirá justo cuando su popularidad se hunde, no es otro el motivo de que le haya ordenado viajar al más sedentario de sus súbditos globales. AMLO, por su parte, no tiene otra salida: seguimos en un mundo donde no se le puede decir que no a los patrones. México no tiene nada que ganar en la visita: esperemos simplemente que la agudeza pueblerina de nuestro Presidente le permita sortear la humillación de sonreír y darle la mano a uno de los hombres más despreciables del planeta.
A AMLO, Trump se le aparece, en cambio, como un demonio: encarna un mundo —la pura ociosidad del millonario, el glamur de la high society, la extranjería intraducible— que no solo desconoce, sino desdeña desde lo más profundo de su alma.