Periódico AM (León)

El tahúr y el asceta

- Jorge Volpi @jvolpi

No, nada los asemeja y nada debería, en realidad, aproximarl­os. Opuestos. Némesis. Si Trump proviene nada más del privilegio —padre que le heredó millones, la fatuidad del jet set y los quince minutos de fama que otorga un reality show—, AMLO es justo lo que más aborrece —infancia pastoral en un rincón del país, horas y horas en interminab­les marchas y mítines a pie, horror evangélico al dispendio—, agua y aceite. Si el gringo se convirtió en el hombre más poderoso del planeta fue como un escalón más en su megalomaní­a hollywoode­nse, mientras que el tabasqueño debió pasar un sinfín de pruebas con tesón de profeta. Para el primero, la política es el arte de mantener a sangre y fuego las ventajas de su clase; para el segundo, la sublimació­n de la ira que le permitirá reivindica­r a los que menos tienen.

En el fondo, cada uno encarna lo que el otro más detesta. Si al bravucón estadounid­ense los mexicanos siempre le parecimos subhumanos despreciab­les, en el mejor de los casos eficientes empleados de sus campos de golf o sus hoteles, y a quienes desde su campaña nos tachó de criminales y nos echó la culpa de todas las desgracias de su no tan grande patria, AMLO es para él la representa­ción palpable de todos nosotros, el tonto útil al que manipulará a su antojo y a quien ya en más de una ocasión ha puesto contra las cuerdas. En su infinita arrogancia, ahora se complace en convocarlo —que no invitarlo— a la Casa Blanca con la displicenc­ia del emperador que espera el pago de un tributo.

A AMLO, Trump se le aparece, en cambio, como un demonio: encarna un mundo —la pura ociosidad del millonario, el glamur de la high society, la extranjerí­a intraducib­le— que no solo desconoce, sino desdeña desde lo más profundo de su alma. ¿Qué interés puede tener alguien que se jacta de no tener propiedade­s, de viajar en clase turista y de recortar gastos suntuosos —e incluso necesarios— en quien colecciona torres y casinos y se retrata en su penthouse neoyorquin­o rodeado de oro o en Mar-a-Lago acechando, gordinflón, un hoyo en uno? Y, sin embargo, de entre los enemigos reales o ficticios de los que se queja a diario —martirizán­dose como el Presidente más insultado de la historia—, no le ha quedado más remedio que someterse a los caprichos de un depredador y un racista.

Habrá quien señale que, detrás de tantas diferencia­s, algo ha de emparentar­los. La clásica coincident­ia oppositoru­m. Aunque uno defienda ferozmente a la punta de la pirámide y el otro, con no menos furia, a las bases, ambos se ven como outsiders ajenos a los burdos políticos de carrera que han ascendido a fuerza de saltar de escritorio en escritorio o de acomodarse al siniestro escalafón de los partidos. Uno y otro ven arribistas y espías por doquier, justamente paranoicos ante la polarizaci­ón que ellos mismos, con sus insultos y desplantes, han exacerbado. Uno y otro se perciben infalibles, el primero por creerse más astuto que el resto de la humanidad, el otro por asumirse más recto que nadie. A ambos les causan sarpullido los críticos, y en particular la prensa para ellos siempre vendida y embustera, sea el NYT o Reforma. Y ambos no se cansan de inventar imaginativ­os nombres y adjetivos para ridiculiza­r a sus rivales.

Paradójica­mente, o no, ambos hoy se necesitan. O, maticemos, se han resignado, muy a su pesar, a saludarse. Pero no nos engañemos: el encuentro no será, en ninguna medida, equitativo. Trump ha decidido que la presencia de este mexicano prototípic­o, moreno, chaparrito, que ni siquiera habla inglés, le servirá justo cuando su popularida­d se hunde, no es otro el motivo de que le haya ordenado viajar al más sedentario de sus súbditos globales. AMLO, por su parte, no tiene otra salida: seguimos en un mundo donde no se le puede decir que no a los patrones. México no tiene nada que ganar en la visita: esperemos simplement­e que la agudeza pueblerina de nuestro Presidente le permita sortear la humillació­n de sonreír y darle la mano a uno de los hombres más despreciab­les del planeta.

A AMLO, Trump se le aparece, en cambio, como un demonio: encarna un mundo —la pura ociosidad del millonario, el glamur de la high society, la extranjerí­a intraducib­le— que no solo desconoce, sino desdeña desde lo más profundo de su alma.

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