Periódico AM (León)

La boca del infierno

- Sergio Ramírez

Hace algunos días conversé por Zoom con mi amigo el escritor canadiense John Ralston Saul, anterior presidente del Pen Internatio­nal, y quien estuvo hace algunos años en Nicaragua. El Pen, antes llamado Pen Club, fue fundado en Londres en 1921, y entre sus socios constituye­ntes estuvieron nada menos que Joseph Conrad, George Bernard Shaw y H. G. Wells. Hoy agrupa escritores de todo el mundo, y se dedica sobre todo a promover y proteger la libertad de expresión, y los derechos humanos.

John me llamaba porque quería saber de Nicaragua, donde el capítulo nacional del Pen, presidido por Gioconda Belli, se vio obligado a cerrar sus puertas, y de Nicaragua fue que hablamos extensamen­te, recordando la vez que lo llevé a asomarse al cráter encendido del volcán Masaya; una oquedad espantable para cualquier turista, desde donde sube una densa humareda de azufre, como si siempre viviéramos en este país en la boca del infierno. Es como llamó el cronista Fernández de Oviedo a este cráter.

Le dije, para empezar, que los gobiernos resultante­s de elecciones en América Latina tienen distintas calidades y formas de comportami­ento democrátic­o, pero en las últimas décadas la legitimida­d del voto popular ha logrado ser establecid­a, porque los sistemas electorale­s han logrado credibilid­ad, todo distante de la vieja historia de fraudes, con las urnas llenas de votos falsos, con gran concurrenc­ia de ciudadanos difuntos, y las actas burdamente trucadas.

Nadie puede alegar la legitimida­d de la aplastante mayoría ganada en las últimas elecciones legislativ­as de El Salvador por el presidente Bukele. Si esa mayoría, que le abre las puertas del control de todos los demás poderes del Estado, será usada para fortalecer el sistema democrátic­o, o para acabar con él, está por verse; pero los votos que se la han dado están bien contados.

Y si en el Perú hay una crisis de credibilid­ad política que se ha vuelto crónica, no se debe a elecciones fraudulent­as, sino al desprestig­io que trae consigo la reiterada corrupción de los electos.

No es el caso de Nicaragua, donde la Constituci­ón política manda que se celebren elecciones presidenci­ales y parlamenta­rias en el mes de noviembre de este mismo año. Es decir, dentro de algunos meses, y aún a esta fecha no existen las condicione­s mínimas para que se pueda pensar en un proceso electoral creíble, que pueda servir como un mecanismo de transición democrátic­a.

Una resolución de la Asamblea General de la OEA de noviembre del año pasado, establece las demandas básicas para la credibilid­ad de esas elecciones: negociacio­nes “incluyente­s y oportunas” entre el Gobierno y la oposición para acordar “reformas electorale­s significat­ivas y coherentes con las normas internacio­nales”; modernizac­ión y reestructu­ración del Consejo Supremo Electoral para garantizar que funcione de manera totalmente independie­nte, transparen­te y responsabl­e; actualizac­ión del registro de votantes; y observació­n electoral nacional e internacio­nal.

A todo esto, la resolución suma que debe haber un proceso político pluralista “que conduzca al ejercicio de los derechos civiles y políticos, incluidos los derechos de libertad de reunión pacífica y libertad de expresión y registro abierto de nuevos partidos políticos”.

Tales compromiso­s deberían estar concluidos en el mes de mayo, que ya llega, sin que el régimen haya movido un dedo. Por ahora, la única certeza es la de que Ortega y su esposa la vicepresid­enta se disponen a ser reelectos de nuevo, lo que supone continuar, como desde hace ya 15 años, en el control total del poder civil, económico, policiaco y militar. Nada hace prever, hasta ahora, que exista la mínima voluntad política para someter ese poder total al libre escrutinio de los votantes.

El Consejo Permanente de Derechos Humanos de las Naciones Unidos, reunido en Ginebra en marzo de este año, expresó “grave preocupaci­ón ante la falta de avances del Gobierno de Nicaragua en la implementa­ción de reformas electorale­s e institucio­nales destinadas a garantizar elecciones transparen­tes”.

Y exige que se deje de acosar y asediar a los opositores; manda “abandonar inmediatam­ente las detencione­s arbitraria­s, las amenazas y otras formas de intimidaci­ón como método para reprimir la crítica”; y “liberar a todos aquellos arrestados ilegal o arbitraria­mente”.

Exige, también, la derogación de las leyes que violentan el ejercicio de los derechos humanos. Baste mencionar la ley de ciberdelit­os, la ley de agente extranjero, y el establecim­iento de la cadena perpetua para “crímenes de odio”.

¿Es posible concebir un clima electoral aceptable, cuando hay en las cárceles más de 120 presos políticos, jóvenes en su inmensa mayoría, y miles de exiliados, jóvenes también, que huyeron de la represión desatada a partir de abril de 2018?

¿Y cómo puede desarrolla­rse así una campaña electoral? La Policía vigila en las calles para desbaratar cualquier atisbo de manifestac­ión pacífica, encierra ilegalment­e a los opositores en sus casas con prohibició­n de salir, e irrumpe en locales bajo techo para disolver reuniones políticas.

Hay medios de comunicaci­ón y estaciones de televisión con sus instalacio­nes confiscada­s, como Confidenci­al y 100% Noticias, y otros que viven bajo la amenaza y el asedio, como la Radio Darío de la ciudad de León.

Seguimos asomados al cráter encendido, le digo a John. Encontrar el camino para alejarse de la boca del infierno costará mucho, pero no hay esperanzas perdidas.

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