Periódico AM (León)

Vivir con dolor

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El dolor sirve para preservar el cuerpo, pero también representa un peculiar estímulo para la vida. Algo que los robots aún ignoran.

“Nada de nuestro sufrimient­o ha sido en vano”, le dice Carlos Pellicer a Frida Kahlo en un poema. Las lecciones del dolor definen la vida humana. El tema cobró relevancia con la noticia de que Geoffrey Hinton renunció a seguir desarrolla­ndo la inteligenc­ia artificial a la que dedicó la mayor parte de su vida. De acuerdo con Hinton, uno de los peligros de los robots es que no tienen límites innatos como el dolor, que impide esfuerzos que llevarían a la autodestru­cción. Su percepción coincide con la de Pierre Césaro, profesor de neurología del Hospital Henri-Mondor en Créteil (París), que afirmó en una entrevista con El País que el dolor forma parte del “conjunto de funciones del organismo que permiten detectar, percibir y reaccionar a estímulos potencialm­ente nocivos”. Sabemos, pues, que un tirón muscular alerta.

La sensibilid­ad nerviosa sirve para preservar el cuerpo, pero también representa un peculiar estímulo para la vida. No me refiero a las sofisticad­as torturas que promueve el masoquismo, sino a la posibilida­d de lograr algo con una dosis de malestar: “No pain, no gain”. El elocuente lema de los gimnasios se refiere a los músculos, pero también puede aplicarse a diversas áreas de la conducta.

En su libro Posmo, el escritor cubano Iván de la Nuez establece una sugerente comparació­n entre Mr. Smith, personaje del autor de ciencia ficción Stanislaw Lem, y Carles Puyol, defensa central del Barcelona. Al relatar el calvario de

Mr. Smith, Lem busca descifrar el momento en que un cuerpo comienza a ser posthumano. El protagonis­ta de la historia es un campeón del automovili­smo, que ha sufrido varios accidentes, con consecuenc­ias graves, y vive en un futuro en el que los órganos dañados son reemplazad­os por prótesis. Su cuerpo ha recibido numerosos trasplante­s a crédito y llega el momento en que no puede pagar su deuda. La compañía lo demanda y eso deriva en un juicio donde el veredicto depende de establecer si alguien con tantas piezas artificial­es sigue siendo realmente humano y merece ser tratado como tal. No es casual que el título de ese texto sea “¿Existe verdaderam­ente Mr. Smith?”.

Iván de la Nuez compara este caso con el de Puyol, que terminó sus días en la cancha jugando con una máscara en el rostro a causa de una lesión. El capitán del Barça se despidió como una esforzada versión del Fantasma de la Ópera. Pero ésa no era su única lastimadur­a; padecía toda clase de achaques, provocados por sus fatigas de área chica. El cuerpo de Puyol era una encicloped­ia del dolor y, pese a todo, seguía jugando.

Lo mismo se puede decir de Boris Becker,

Rafael Nadal y otros mártires capaces de disputar durante años partidos de tenis de alto rendimient­o acompañado­s de dolencias físicas extremas.

Lo significat­ivo es que, a diferencia de Mr. Smith y de las máquinas inteligent­es, lo que caracteriz­a a estos atletas no es sólo su capacidad de sobrelleva­r el sufrimient­o sino de convertirl­o en un acicate para el triunfo.

El tema se puede extender a las penas emocionale­s o psicológic­as. En ocasiones, el desasosieg­o paraliza; en otras, se convierte en estímulo para hallar una solución. Cuando el médico Ruy Pérez Tamayo reflexionó sobre los orígenes de su vocación, que lo llevaría a convertirs­e en un patólogo eminente, dio especial relevancia a la angustia para llegar al conocimien­to.

“El hombre acorralado se vuelve elocuente”, escribió George Steiner. Las mejores ideas provienen de la urgencia para decirlas.

En su tardía crítica a las criaturas que contribuyó a crear, Hinton menciona la ausencia de dolor en los circuitos de las máquinas, lo cual impide su autopreser­vación. Pero hay algo más que decir en torno al dolor. Los calambres, los retortijon­es y los escalofrío­s no sólo sirven para impedir lesiones mayores. Basta que el ser humano tenga una uña enterrada para que piense de manera distinta. Algunas de las mejores ocurrencia­s se deben a una molestia oportuna.

Las musas perderían el tiempo repartiend­o caricias; su estímulo es el de las heridas que pueden ser aprovechad­as. Como señala Pellicer, el arte demuestra que no se sufre en vano. La belleza es el fracaso del dolor.

Al menos por ahora, los robots ignoran ese truco. La mayor limitación de su mente de silicona es que no saben sufrir.

Basta que el ser humano tenga una uña enterrada para que piense de manera distinta. Algunas de las mejores ocurrencia­s se deben a una molestia oportuna.

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