“La gran espiga”
I
Quienquiera que haya pasado por el cruce de Calzada de Tlalpan y Miguel Ángel de Quevedo a bordo del Metro, a pie o en automóvil, habrá visto una llamativa escultura que se levanta casi en el centro del distribuidor vehicular que intenta desahogar el denso tránsito de esas dos vías y de Calzada Taxqueña. Es casi imposible no advertir su presencia. Es una escultura de poco más de 29 metros de altura que semeja una espiga de trigo. Su autor, el arquitecto Fernando González Gortázar, por desgracia falleció hace unos cuantos días, en vísperas de cumplir 80 años (nació el 19 de octubre de 1942), y esa escultura, que él concibió fundamentalmente como un emblema de vida, ahora será también un símbolo conmemorativo de la suya y de su fecunda obra.
No es, desde luego, la única escultura monumental que realizó para enriquecer nuestra ciudad. A la memoria vienen de inmediato otras dos piezas: el Cubo de herrumbre, que también millares de personas miran cotidianamente al pasar por las inmediaciones del Museo Tamayo, muy cerca de Paseo de la Reforma, y una obra emparentada por nombre y por forma con la de Coyoacán: La espiga hendida, erguida en la explanada de la Facultad de Estudios Superiores Zaragoza, muy cerca de la calzada que tiene ese mismo nombre y luego se convierte en la carretera a Puebla.
Pero es probable que La gran espiga sea su obra escultórica más vista y la que se ha convertido en una suerte de faro de navegación que muchos habitantes del sur de la ciudad reconocen de manera instantánea.
Sin embargo, son pocas las personas que saben que ése es el nombre de tan familiar escultura, y menos quienes conocen su origen y su no tan breve historia –a mediados del próximo año cumplirá medio siglo de su plena instalación.
González Gortázar comenzó a pensar en la espiga como tema escultórico en 1970, y en 1972 lo exploró por primera vez con La pequeña espiga, que realizó en Guadalajara. (Al parecer, una falla estructural obligó a demoler la pieza en 1974.) Al año siguiente construyó La gran espiga, que se inauguró con el solsticio de verano, el jueves 21 de junio de 1973, y en su momento fue saludada por la prensa como correspondía. El día 24 el crítico de arte Antonio Rodrígues publicó en El Universal el comentario “Valiosa aportación al México del siglo XX”, y el jueves 5 de julio el reportero de las páginas culturales de Excélsior, Rodolfo Rojas Zea, que seguía con cierta atención el trabajo de González Gortázar, entregó una nota titulada “La Gran Espiga, de González Gortázar, es una nueva referencia urbana en la capital”. El arquitecto y escultor aún no cumplía 31 años de edad.
II Muchas veces, a finales de los años setenta, cuando solía ir a la Imprenta Madero en la colonia Granjas Esmeralda y usaba el puente que entronca Miguel Ángel de Quevedo con Taxqueña, me pregunté por qué se habría elegido un sitio tan árido para levantar una escultura como La gran espiga. Años después, cuando tuve ocasión de preguntárselo al propio Fernando, olvidé hacerlo. Quizás, en parte, porque ahora me parecía obvio que una escultura se erige para embellecer un lugar y transformar su entorno –y al punto en cuestión le urgía un elemento de belleza–. Y en parte, también, porque di por sentado que encontraría la respuesta en algún libro, en algún artículo o en alguna de tantas entrevistas que concedió.
Pero nada en realidad es obvio y resulta imperdonable no preguntar cuando existe la oportunidad de hacerlo. En mi descargo sólo puedo decir que siempre había infinidad de cosas que platicar con Fernando. Era extraordinariamente vivaz. En ocasiones daba la impresión de haber vivido cien años, por lo mucho que sabía, y en otras parecía más bien demasiado joven para tener el pelo blanco. Sobre todo cuando le daba por entonar con buena voz y gran alegría alguna canción popular mexicana. Se convertía en el centro de la fiesta.
Ahora sólo podré encontrar la respues
ta en archivos y hemerotecas. Entretanto, me parece razonable suponer que en la segunda mitad de 1970, cuando se construyó el tramo Pino Suárez-Taxqueña de la línea 2 del Metro, el regente del Distrito Federal o alguien de su equipo se habrá dado cuenta de la necesidad de que el distribuidor vial aledaño a Taxqueña contase una obra escultórica moderna que proyectara un poco de hermosura sobre el perímetro. Y tal vez así fue como González Gortázar comenzó a cultivar la idea de recrear un elemento vegetal y a ensayar su realización hasta lograr que La gran espiga se plantara allí, en el cuadrante norponiente del distribuidor, donde hasta la fecha se encuentra.
La solución que González Gortázar encontró para recrear una espiga es brillante.
Con sólo elementos geométricos y color (blanco y naranja, originalmente) logra hacer que percibamos la imagen de la mies. Y esos mismos elementos, en opinión del artista, “contribuyen a que la obra pueda ser aprehendida por un espectador en movimiento a bordo de un vehículo.”
Temo, sin embargo, que en general le ponemos menos atención de la que merece. Y me parece que sería una obra mucho más y mejor apreciada si los funcionarios culturales de la Alcaldía de Coyoacán hicieran un esfuerzo de difusión para destacar su existencia, lo mismo que los responsables de Relaciones Públicas del Metro. Hay espacio de sobra para colocar anuncios bien elaborados que brinden información al público sobre esa gran escultura, que sin duda se encuentra allí a consecuencia de la creación del Metro.
Hoy La gran espiga está pintada con colores distintos a los que González Gortázar decidió en el momento de crearla. Cuando se sometió a restauración, a finales del 2018, no se consultó al artista. Devolverles sus colores originales no es un asunto baladí. Importa porque esa escultura es un símbolo y su intención es ser, como la espiga de trigo lo es para el cuerpo, un alimento para el espíritu. No sólo no es un asunto menospreciable, sino digno de ser considerado con la mayor seriedad. La ciudad se lo debe a González Gortázar, cuyas palabras cabe siempre recordar por lo que la ciudad significó para él:
“Sigo creyendo en la ciudad como la mayor invención del espíritu humano, la más original, radical e inacabable, productora de un mundo que debe acercar a la felicidad a quienes lo habitamos; sigo creyendo en la cultura como aquello que nos conecta crítica y autocríticamente con el pasado y el porvenir, como aquello que permite a las sociedades evolucionar y aprender del ancho mundo sin que dejen de ser ellas mismas; sigo creyendo en el arte como definidor de nuestra condición de humanos, como la única realización nuestra que nació adulta, y la única también en la que encuentro la grandeza, la diversidad, la verdad y la limpia intención de la naturaleza; sigo creyendo en la naturaleza como la gran maestra, fuente de toda ética, toda moral y toda estética.”
(Fragmento del discurso con que, el 21 de noviembre de 2013, agradeció el doctorado Honoris Causa que le otorgó la Universidad de Guadalajara.)