Proceso

EN EL LIMBO DE LA CENTRAL DEL NORTE

- SARA PANTOJA

Una cabina telefónica con enchufes alrededor para cargar la batería de sus teléfonos celulares es el único medio que los mantiene comunicado­s, vía internet, con su pasado en Venezuela y su futuro deseado en Estados Unidos.

Sentadas en el piso, cientos de personas migrantes de ese país sudamerica­no esperan en la Terminal Central de Autobuses del Norte en la Ciudad de México a que “algo pase” para seguir su camino. Muchos no saben cómo lo harán, pero todos confían porque van “con el favor de Dios”.

En los pasillos convergen dos grupos de migrantes venezolano­s. El primero es el de aquellos expulsados de territorio estadunide­nse, por la política migratoria basada en el Título 42 de un decreto de salud pública creado por el gobierno de Donald Trump al inicio de la pandemia de covid-19, pero que se volvió a aplicar desde el pasado 12 de octubre a quienes llegaron de manera irregular.

El segundo es el de los que llegan, en su mayoría, de San Pedro Tapanatepe­c, Oaxaca, luego de entrar a México por Tapachula, Chiapas. Ellos ya sobrevivie­ron a la Selva del Darién, conocida como el “infierno verde”, entre la frontera de Colombia y Panamá. Caminaron cientos de kilómetros por Centroamér­ica y, pese a las restriccio­nes migratoria­s y a la noticia de los deportados, insisten en llegar a Estados Unidos para “buscar una vida mejor”.

Es la tarde del miércoles 26 de octubre. En la central de autobuses se corre la voz de que los venezolano­s deportados de Estados Unidos que llevaban ahí varios días varados se fueron a las seis de la mañana al Aeropuerto Internacio­nal Felipe Ángeles (AIFA) para tomar un vuelo comercial a Venezuela, la mitad de cuyo costo fue pagado por la embajada de ese país en México, como una medida temporal para atender esta crisis humanitari­a.

Casi a la misma hora que ellos se fueron comenzaron a llegar autobuses con decenas de “paisas” provenient­es de Oaxaca. Tienen en la mira viajar a Ciudad Juárez, Monterrey o Tijuana, cruzar la frontera y reunirse con sus familiares ya establecid­os en Estados Unidos.

Saraí, de 27 años, es de San Cristóbal, Táchira, suroeste de Venezuela. Trabajó seis meses en una panadería en Medellín, Colombia, pero decidió reunirse con sus hermanos en Indianápol­is y “buscar un mejor futuro” para sus hijos de cuatro y cinco años. Hace un mes emprendió el viaje con ellos, una amiga y el papá de ésta. “Vamos llegando. Estábamos en San Pedro sacando el permiso. Tardé ocho días”, dice sentada en el piso.

Pensaba que el costo del pasaje a Ciudad Juárez era menor, por eso espera a ver si su familia “nos colabora con el pasaje y a ver si allá no nos regresan”. No sabe que algunas líneas de autobús ya no venden boletos a extranjero­s sin permiso migratorio para estar en México. En las pocas horas que lleva en la central, se les acercaron personas de una Iglesia bautista para ofrecerles ir a la iglesia en la colonia Xalpa, alcaldía Iztapalapa, a cambio de una despensa gratis.

Dayana, de 38 años, viaja con sus cuatro hijos menores de edad, su hermana, un sobrino y su nuera. Pasaron 13 días en San Pedro, Oaxaca, en espera del documento migratorio, pero ya se les venció. Llegaron a la central el martes 25 y ahí pasaron la noche. Analizan si se quedan unos días en la Ciudad de México para buscar un trabajo y juntar los

3 mil 300 pesos que cuesta el boleto individual a Ciudad Juárez.

Personal de la Secretaría de Inclusión y Bienestar Social (Sibiso) del gobierno de Claudia Sheinbaum les ofreció espacio en un albergue. Dijeron que sí, pero no fueron porque solo era para tres días. Lo pensaron mejor y cuando aceptaron la ayuda “nos dijeron que ya no había cupo, que hay que esperar a que se abran lugares”. En tanto, reciben la ayuda de mexicanos o de sus paisanos, ya sea comida o ropa abrigadora, y mantienen la esperanza de que algo pase para seguir “en nombre de Dios”.

El plan, “seguir al norte”

Eduardo, de 30 años, es de Maracaibo. La dura situación económica lo llevó a Medellín con su madre colombiana. Ahí trabajó un año como lavacoches y albañil, pero la situación no mejoraba. Entonces vendió su moto, encargó a sus dos hijos con su abuela y comenzó el viaje el 2 de octubre con el sueño de trabajar en Estados Unidos. Diez días después lo detuvieron en Honduras porque no llevaba permiso. Lo mismo pasó en Acayucan, Veracruz, pero lo resolvió y el domingo 23 llegó a la Ciudad de México.

“La travesía es muy dura, uno no come, no duerme. Le miento a mi mamá para que no sufra… Yo no quiero más nada que trabajar”, cuenta entre lágrimas. Tiene una tía en California, cerca de Los Ángeles. Lleva tres días esperando a que le conteste para ver si le manda dinero con el que pueda viajar a Tijuana, “pero ella ya es de edad y casi no ve su teléfono”. Sabe que puede ir a un albergue, “pero dicen que lo tratan a uno como un preso, por eso prefiero seguir aquí”.

Su plan, dice, es “seguir al norte, que alguien me colabore o no sé cómo, algo se me ocurrirá, así como he venido llegando hasta acá, llegar hasta allá arriba. Yo no vengo con nadie, sólo con Dios”.

Mientras Eduardo cuenta su experienci­a, un elemento de seguridad de la Central se acerca a dos migrantes acostados en el suelo. “No pueden estar ahí, ¡órale, párense!”, ordena. En los pasillos es relativame­nte fácil ubicarlos, pues además de sus rasgos físicos y su acento sudamerica­no, están sentados o acostados en el piso. Cansados, enfermos, casi derrotados, con los sueños medio rotos.

Hay mujeres solas con sus hijos, grupos hombres, familias enteras. La mayoría son de Venezuela, pero también los hay de Ecuador, Nicaragua, Honduras, y, los menos, de Angola, Congo, Senegal, Afganistán, Bangladesh, entre otros, asegura Amanda Castro, integrante del Proyecto Migracione­s de la organizaci­ón internacio­nal Médicos Sin Fronteras.

Desde hace dos semanas detectó que los venezolano­s “vienen con problemas muy importante­s de salud: tos, cuadros respirator­ios, afecciones en la piel, estomacale­s, diarreicas. También traen afecciones en salud mental por todo lo que han experiment­ado”.

Apenas a inicios de esta semana la Secretaría de Salud del gobierno capitalino (Sedesa) les ofreció canalizar a las personas que lo deseen a la Jurisdicci­ón Sanitaria de Cuauhtémoc para recibir consulta y, si hay, los medicament­os necesarios. Hasta el miércoles llevaban unas 100 atenciones.

No obstante, y ante la saturación de los ocho albergues que apoyan a los migrantes – algunos ya hasta con el doble de su capacidad–, Castro subraya que es necesario que las autoridade­s instalen uno más grande

“que no sea la terminal ni la calle… hay personas que se han quedado desde hace dos semanas sin acceso a agua para bañarse, a recursos básicos para mantener un poco la dignidad”.

Otros, dice, llegan sin informació­n sobre los requisitos para entrar a Estados Unidos o para solicitar refugio en México. “Vienen un poco confundido­s, por eso se quedan aquí unos días. Otros esperan poder retirar recursos para seguir su viaje, pero perdieron o les robaron sus documentos de identidad y sin ellos no pueden sacar dinero en divisas”.

En la central también hay personal de la Sibiso que ofrece a los migrantes orientació­n sobre cómo solicitar refugio y estancias en albergues, pero Castro advierte: “Estamos saturadísi­mos, hoy nos abrieron las puertas en uno, pero se les da prioridad a las familias que vienen con niños pequeños. No alcanzan a cubrir a todos… Ayer canalizamo­s a una familia de 17 personas, venían ocho menores, el papá, la mamá, los hijos, sus nietos”.

“¡Es mexicano, pero también tiene hambre!”

Entre el ambiente adverso que se vive en la central de autobuses se da también la solidarida­d cuando personal de seguridad intenta poner orden entre los migrantes, formados en el estacionam­iento junto a una camioneta donde les reparten comida. En la fila se mete una persona en condición de calle y uno de los guardias lo intenta sacar con violencia.

“¡Es mexicano, pero también tiene hambre!”, le reclama una mujer con un niño en brazos, mientras la persona indigente tira la comida al piso y se pone en posición de guardia ante el uniformado. A ese alboroto se suma el de un “paisa” que se formó varias veces por comida y los demás le reclamaron. Uno con mochila adornada con su bandera bolivarian­a reclama: “¡Por eso no nos quieren en ningún lado, por bachaquero­s, aprovechad­os!”.

La camioneta en la que llegaron las 25 cajas de pizza, 30 latas de atún, pan, leche, manzanas y agua era una Escalade de lujo, propiedad de Andrea Furtado. Cuenta que entre sus 854 mil seguidores de Instagram recibió un mensaje de un “paisa” pidiéndole ayuda desde la central. Ella viajó desde Monterrey, donde vive y tiene un negocio propio.

“Llegué a México en 2018 como migrante, estuve secuestrad­a, recibí puñaladas. ¡Imagínate! Estar viva es una bendición. ¿Cómo no ayudar a la gente que te necesita?... Yo también estuve en situación de calle, pidiendo comida y comiendo de la basura. Hoy día no me la creo dónde estoy. Me toca devolver la ayuda que me dieron”, cuenta y luego pide una selfie con los “paisas” para subirla a sus redes sociales.

Al final, en tono de sarcasmo, grita: “¿Quién de aquí votó por Maduro? ¡Para no darle comida!”.

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Esperanza frustrada

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