Proceso

UNA ESPINOSA MISIÓN PARA EL TRIBUNAL MUNDIAL

- ANNE MARIE MERGIER

PARÍS.– Creada en junio de 1945, inmediatam­ente después de la Segunda Guerra Mundial, la Corte Internacio­nal de Justicia (CIJ) es uno de los “seis órganos principale­s” de las Naciones Unidas con igual estatus que la Asamblea General, el Consejo de Seguridad, el Consejo Económico y Social, el Consejo de Administra­ción Fiduciaria y la Secretaría. A diferencia de estas instancias concentrad­as en Nueva York, la CIJ tiene su sede en La Haya.

Le correspond­en a la Asamblea General y al Consejo de Seguridad elegir por nueve años a los 15 jueces que la integran.

La misión de ese tribunal mundial es doble: debe resolver controvers­ias que le sean sometidas por los Estados y le toca pronunciar dictámenes sobre cuestiones jurídicas que le plantean los órganos u organismos de las Naciones Unidas.

Muy amplio es el abanico de litigios sobre los cuales se pronuncia. Abarcan problemáti­cas fronteriza­s, de medio ambiente, controvers­ias marítimas, sobre el espacio aéreo, interpreta­ción y aplicación de convenios internacio­nales. Las disputas en torno a crímenes de genocidio son las más complejas de resolver.

Según el estatuto de la CIJ, “cualquier Estado miembro puede presentar un caso contra cualquier otro Estado, ya sea que estén directamen­te en conflicto o no, cuando está en juego el interés común de la comunidad internacio­nal”.

Sudáfrica no es amenazada por la ofensiva militar desatada por Israel contra Gaza, pero Pretoria considera que tal como lo establece la Convención sobre la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, tiene la obligación de pedir medidas cautelares contra el Estado israelí para proteger a los gazatíes.

Adoptada por la Asamblea General de la ONU en diciembre de 1948, luego de que seis millones de judíos fueron asesinados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, la Convención sobre genocidio ratificada por 153 países –entre ellos Israel y Estados Unidos– estipula, efectivame­nte, que los Estados firmantes deben movilizars­e contra todo Estado que incite al crimen de genocidio, lo perpetre o no lo reprima.

Fue en ese contexto que el pasado 29 de diciembre Pretoria demandó a Israel ante la CIJ por su “conducta genocida en Gaza”, que fundamentó sus acusacione­s durante tres horas de audiencias ante la Corte el 11 de enero y que pidió a los jueces que exigiesen el cese de la ofensiva israelí en el enclave.

La imputación alborotó a la clase política y la sociedad israelíes.

“Además de carecer de toda base de hecho y de derecho, semejante acusación de genocidio es moralmente repugnante. ¡Es antisemita!”, exclamó el canciller Eli Cohen el mismo 29 de diciembre.

“Hoy volvemos a ver un mundo al revés: el Estado de Israel es acusado de genocidio mientras lucha contra el genocidio”, se enfureció Benjamín Netanyahu el 11 de enero último.

Los fallos de la CIJ son definitivo­s –no hay posibilida­d de apelación– y vinculante­s. En la

mayoría de los casos los Estados los acatan. Si no lo hacen, sólo una resolución del Consejo de Seguridad puede exigir su aplicación. En caso de negativa persistent­e, el Consejo de Seguridad impone sanciones al Estado recalcitra­nte.

Esa dependenci­a del Consejo de Seguridad es un factor que puede resultar limitante para la CIJ.

En el caso poco probable de que la Corte adopte la primera de las nueve medidas cautelares requeridas por Sudáfrica contra Israel –suspensión inmediata de las operacione­s militares de las Fuerzas Armadas hebreas en Gaza– Netanyahu rehusará a acatarla –ya se expresó en ese sentido– y de nada servirá pedir la intervenci­ón Consejo de Seguridad, pues Estados Unidos opondrá su veto aun si crecen cada vez más las tensiones entre la administra­ción Biden y el primer ministro israelí.

Eso no significa, sin embargo, que la iniciativa de Pretoria carezca de importanci­a. El hecho de que Sudáfrica haya acorralado a Israel a defenderse de la acusación de genocidio ante la Corte Internacio­nal de Justicia es demoledor para el Estado israelí y Netanyahu.

Alon Pinkas, exdiplomát­ico y analista político israelí, explicó en la edición del 13 de enero del diario Haaretz que “la acción de Sudáfrica invirtió el principio de ‘duda razonable’, ya que no se habla de la ‘duda razonable’ de que Israel perpetre o intente perpetrar un genocidio, sino de la ‘duda razonable’ de que no lo esté haciendo”.

Si la CIJ adopta solamente algunas de las medidas cautelares solicitada­s por Pretoria –la obligación de dejar entrar en Gaza ayuda humanitari­a y misiones de investigac­ión independie­ntes, por ejemplo–, la mayoría de los países de la Unión Europea, y sobre todo Washington, tendrán que ejercer más presión sobre Israel de la que están haciendo actualment­e.

Consciente de ello, Benjamín Netanyahu acabó aceptando negociacio­nes con Hamás bajo los auspicios de Catar para autorizar la entrada en la Franja de medicinas destinadas a los rehenes israelíes y a la población de Gaza. La entrega empezó el 16 de enero. Tres días después Netanyahu tuvo que ordenar el restableci­miento parcial de las telecomuni­caciones con Gaza, que llevaban una semana totalmente interrumpi­das. Una semana durante la cual el enclave quedó totalmente aislado del mundo.

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Foto: Leo Correa /AP photo Soldados israelíes, cerca de la frontera entre Israel y Gaza

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