MESA PARA DOS
Un día una pareja se sentó a lado de mi mesa. Estaban viajando de luna de miel, cuchicheando, como novios, y entre risas uno le dijo al otro: “¿Y si nos casamos cada año?”.
Sonriendo le di un trago a mi negroni, brindado en secreto por esa actitud envuelta en una atmósfera de amor sin miedo al éxito, aquella que les da la seguridad de aventarse al vacío en medio del restaurante y decir semejante frase en la mesa, similar a un golazo de chilena. Solamente los amorosos, como decía Sabines, no le temen a nada, ni a lo que digas ni pienses de ellos. No te temen a ti, miserable lector de memes mañaneros. Mucho menos a mí, columnista novato de viajes. Lo que es una realidad es que saberse amado te brinda un super poder muy al estilo de Punch Drunk Love que te lleva a viajar a lugares recónditos —en este caso a la península de Yucatán—, frente a la playa más solitaria, con un mar hermoso, con un color verde extraordinario, su calor especialmente húmedo que detiene el tiempo en el único restaurante en kilómetros. Y es ahí donde se encuentran los dos frente a una botella de Prosecco helada y entonces sientes la necesidad estar más a solas, mueves la mano llamando al mesero, le das las gracias y firmas el 20 por ciento de propina sin titubear.
Me gustaría irme nuevamente de luna de miel. Les confieso que es la segunda vez que lo pienso, y no estoy tomando negroni. Esta vez sería otro lugar distinto a Marruecos. Sin embargo, es curioso que le demos tanta importancia al lugar donde vayamos para estar juntos con esa persona, como si fuera la última escapada de tu vida, o el hecho de seleccionar el destino como si ese personaje fuera una tercera fuerza de acción para soplarle al fuego mientras nos fundimos compartiendo un tajine con un té de hierbabuena caliente.
¿Es acaso el destino el que se vuelve tan importante en realidad, o es un pretexto para perder el control y caer sumisos frente al romanticismo?
Sería mejor pensarlo menos y decir en caliente: “¿Qué tal si nos vamos a Japón?”. Qué romántico se escucha, tanto que ya me dieron ganas de emborracharme de amor, sin tardarte mas de cinco minutos en decidir dónde comer, sin pedir recomendaciones, sin pensarlo, sin fotos de comida. Porque detrás de la puerta están todos esperando ver algo de tu viaje, una pista, una locación taggeada, pero tú te mantienes fiel a subir algo tarde, porque es más importante el restaurante japonés con una mesa llena de platillos, con una simpleza inigualable, perfectamente presentados, rodeados de paredes de madera, y llega tu mesero y te pregunta algo. No entiendes nada. Respondes en inglés y tampoco. Comienzan las señas y se prolonga la plática. Llevas 4 minutos intentando saber qué quiere decirte. Y tu pareja espera, quiere darle un bocado a ese platillo pero te espera hasta que se va el mesero. Y espera... espera porque el tiempo sobra, espera porque busca fundirse en tu mirada para decir: “provechito”.
Si es acaso que el destino es fundamental para ti, pregúntate qué buscas en ese lugar que pueda sazonar tu vida, acercándote a tu sabor preferido, y así enamorado, lanzarte al vacío.