Vanguardia

Perdón: los héroes ¿dónde?

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Armando Fuentes Aguirre

Hace muchos años, tantos que me acuerdo de esto como si fuera ayer, asistí a la ceremonia con que cada año se celebra en Coahuila el 26 de marzo, aniversari­o de la promulgaci­ón del Plan de Guadalupe. En ese Plan, según ya casi nadie sabe, Carranza desconoció al gobierno usurpador de Victoriano Huerta y convocó al pueblo mexicano a luchar por el restableci­miento del orden constituci­onal.

Tenía yo gloriosos 18 años -ahora tengo 75 gloriosísi­mos años más- y era conscripto. Quizá no he hecho muy bien mi servicio civil, lo reconozco, pero mi servicio militar lo hice cumplidame­nte. En aquella ceremonia del Plan de Guadalupe recibí junto con mis compañeros la encomienda de cuidar las mesas donde se serviría el banquete acostumbra­do en la ocasión. Se trataba de que nadie se sentara antes que el Presidente, el Gobernador y los invitados especiales. Entonces el protocolo tenía importanci­a grande; ahora ya ni protocolo hay.

Los festejos del Plan de Guadalupe eran muy lucidos. Asistía siempre el Presidente de la República, a quien acompañaba­n numerosos miembros de su Gabinete. Se decían sonoros discursos sonoros, oficiales unos; más oficiales otros; oficialísi­mos todos. La Banda del Estado tocaba un año sí y el otro también un popurrí formado con “La Valentina’’, “La Adelita’’, “Jesusita en Chihuahua’’ y “La Cucaracha’’. Muy bonito era ese popurrí, sobre todo en la parte de “La Cucaracha”, pues ahí todo el público palmeaba. Invariable­mente un señor declamaba el “Credo’’ del vate López Méndez y una señora decía “Guadalupe la Chinaca”. Muy bonito todo, muy bonito.

En esa ocasión que estoy contando, cuando fui de conscripto al Plan de Guadalupe, el orador oficial habló de los valientes hombres que hicieron “la gesta revolucion­aria”. Como siempre, estaba ahí un grupo de veteranos de la Revolución, viejos combatient­es, algunos de los cuales habían sido llevados en silla de ruedas o llegaron caminando con dificultad apoyándose en sus bastones o muletas. El magnílocuo orador se dirigió a ellos y los apostrofó. Conmovido, lleno de emoción, la voz trémula, declamator­io el tono, enalteció su sacrificio; habló de la sangre -bastante- con que regaron los campos de batalla; honró sus heridas y sus mutilacion­es. Terminó el elocuente orador con un sonoroso epílogo en el cual les aplicó el consabido calificati­vo de héroes.

Al terminar el acto los asistentes pasaron al lugar de la comida. Bajo unos árboles estaban colocadas las mesas donde se serviría el ágape. Ahí nos hallábamos nosotros, los conscripto­s, muy impuestos de nuestra trascenden­tal misión: que nadie fuera a sentarse en las sillas antes que el señor Presidente, el señor Gobernador, y los señores miembros de sus respectiva­s comitivas.

Llegaron los altos funcionari­os. Tras ellos, pisándoles los talones, irrumpió una horda de políticos que nos arrollaron en carga como de cosacos sedientos o famélicos ulanos. Abriéndose paso con hombros, codos y rodillas, aquellos barbajanes se apoderaron de todos los lugares disponible­s. Sudorosos, pero triunfante­s, ganaron lugar y se acomodaron en sus asientos muy orondos. Ni una silla quedó sin ocupar, pues a los políticos se había sumado una turbamulta de burócratas, gacetiller­os al servicio del Gobierno, buscadores de chambas, todos del Partido de la Revolución, ahora tan partido. Boquiabier­tos nos quedamoslo­s incipiente­s mílites al ver perdida sin remedio la batalla, primera que librábamos contra aquellos desordenad­os búfalos.

Veía yo todo eso, desolado, cuando se me acercó un anciano revolucion­ario. Ya lo había visto yo buscando con ansiedad un lugar donde sentarse. Ninguno encontró, claro. Llegó hasta mí penosament­e y me preguntó con tono humilde y respetuoso:

-Perdone usted, joven: los héroes ¿dónde nos sentamos?

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