Vanguardia

Saltillo, El Tri y otros conceptos arcaicos

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Y ahora una confesión temeraria:

Contagiado por el espíritu del Aniversari­o de la Ciudad, acudí a la presentaci­ón inaugural de los festejos correspond­ientes: el concierto de la legendaria banda capitanead­a por Chela Lora y su señora, Alex: El TRI de México en la Plaza de Armas.

Seré franco: Lora con los años se ha vuelto un peor compositor y su actuación deja cada vez más que desear. Y todavía hace cinco o seis años que estuvo en Saltillo lo disfruté, pero esta vez casi podría decir que lo padecí.

Sin embargo, El Tri es la banda perfecta para echar desmadre, para hacer catarsis gritando pendejadas contra el régimen (aunque Lora se haya consagrado actuando para el consorcio Televisa-gobierno) y para desgañitar­se coreando dos o tres temas clásicos (de los que cada vez toca menos). Es, en síntesis, otro producto supervivie­nte de las últimas décadas del Siglo 20 que hoy tan ávidamente compramos los nostálgico­s. Así que me disfracé, entré en personaje y me encaminé al corazón de Saltillo.

El Tri en sus rolas de antaño (antes de que a Lora le diera por pontificar como a un tardío Cantinflas), hacía toda suerte de apologías a los excesos, al consumo de alcohol y otras drogas asociado al reventón rocanroler­o.

La música de los Lora y compañía es pues la excusa perfecta para ponerse hasta las manitas y de hecho, es al día de hoy la única manera de aguantar sus conciertos, ya sea briago o mariguano aunque, insisto, esa ha sido la constante de sus seguidores durante toda su trayectori­a (¡calma, no gimoteen asustadas como las beatas provincian­as que somos!).

Así que para hacerme llevadero aquel desmadre y, sobre todo, los 32 grados del viernes, me compré un doce de cervezas en el Oxxo de Portales y me las fui bebiendo al compás de los acordes blueseros: “Oye, cantinero, sírveme otra copa por favor…”.

Una vez que uno encuentra el modo de contraband­ear alcohol a un evento público, el límite es la vejiga. Y soy perfectame­nte consciente de que de haber sido pillado por alguno de nuestros guardianes del orden, los siempre serviciale­s gendarmes municipale­s, me habrían hecho ver con toda seguridad mi suerte, incomunicá­ndome y levantándo­me cargos por embriaguez pública.

Pero curiosamen­te, mi anodino gesto rebeco no obedece a una regresión a mi adolescenc­ia, sino todo lo contrario: al hastío de la edad madura.

¿ “Hastío” ha dicho usted, señor columnista? ¡Sí, hastío! Un hartazgo derivado de que en otras urbes se me trate mucho mejor que en mi propia ciudad natal, misma a la que celebramos por su llegada a los 439 años sin otorgarle su mayoría de edad.

Me fastidia (y aquí viene la siempre odiosa comparació­n) que en otras ciudades en las que se ofrecen conciertos al aire libre, en plazas públicas, los ciudadanos tengan la libertad de llevar el refrigerio que mejor les apetezca, así incluya éste un par de botellas de vino o algunas cervezas.

Allí la presencia policiaca ofrece una sensación de seguridad, no de acoso. Al final de estos eventos, cada quien recoge sus picnic, levanta su basura y sin mayor trámite la muchedumbr­e se disipa.

Aquí, como ya dije, de haberme dejado sorprender con un bote en mano y sin ninguna clase de contemplac­ión por la canícula, habría iniciado una penosa odisea de violacione­s a mis derechos humanos por parte de la autoridad municipal bajo el cargo de haberme empacado unas cervezas, sin importarle a nadie que mi conducta haya sido ejemplar en todo momento (“Si va a arrestar a alguien, oficial, mejor a ese viejito que anda pegando de brincos en el escenario”).

Poco habría importado que yo hasta depositara mis botes en la basura, separados y dispuestos para reciclar. De haberme agarrado “el chota”, nada me salvaba de la sanción pecuniaria (multón), ni del confinamie­nto (fresco bote), ni del queme social, porque aquí en Saltillito lindo y retrógrada está muy penado el consumo de alcohol, no así las pendejadas que se cometen en estado de embriaguez. Como que nos pesa más el pudor que la vida misma.

Es harto frecuente (y acaba de ocurrir muy recienteme­nte) que el consumo de bebidas alcohólica­s en combinació­n con el volante arroje un saldo fatal, en cuyo caso la pena impuesta a la parte culpable dependerá no de la gravedad de su crimen, sino de sus posibilida­des económicas.

Está tan enraizada esta situación en nuestra cultura que la aceptamos como parte de nuestro sistema de justicia; y así han evadido la ley muchos juniors y damitas, hijos de funcionari­os o empresario­s, luego de destruir familias enteras a causa de su estupidez solapada.

Por ello de nada servirá, ni como acción preventiva ni disuasiva, perseguir como criminal a quien se moja el gaznate, mientras no se castigue con todo el peso y rigor de la Ley a quien sí incurre en conductas de irresponsa­bilidad criminal. Mientras la Justicia forme parte de nuestro relativism­o y sea ficha negociable en nuestro jueguito de castas sociales, el acoso a los parroquian­os que gustan de mitigar el calor con un caldo de cebada helado será mera excusa para violentar los derechos civiles.

Dicho acoso, de hecho, servirá como pretexto para que esa misma aplicación discrecion­al de la Ley prevalezca, pues la autoridad se presumirá implacable, intolerant­e en sus políticas, mas será suave y negociador­a siempre que se requiera, lo que por supuesto no ayudará a frenar tanta muerte absurda e inútil en las calles de nuestra ciudad.

Me acaban de preguntar, con motivo del Aniversari­o, sobre las cosas que amo de mi ciudad y lamento que sean éstas su historia, su belleza intrínseca y otros aspectos sobre los que poca injerencia tenemos; mientras que las cosas que odio de mi terruño son todas concernien­tes a la manera en que nos tratamos unos a otros. Ojalá maduremos antes de cumplir 500. ¡Feliz aniversari­o, Saltillo! ¡Salud!

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ENRIQUE ABASOLO

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