Vanguardia

COAHUILA, LA NECRÓPOLIS DE MÉXICO

Esta es la ruta de la muerte que trazaron los Zetas en el estado, con más de 10 cementerio­s clandestin­os

- POR JESÚS PEÑA FOTOS Y VIDEO OMAR SAUCEDO

Aquí hay muertos.

Debajo de mis plantas, enterrados entre el polvo, hay muertos.

Yo no sé quiénes eran, nadie hasta ahora lo sabe.

Alguien a quien otro alguien quiso borrar de la faz de la tierra desapareci­éndolo, torturándo­lo, matándolo, descuartiz­ándolo, quemándolo, triturándo­lo y esparciénd­olo entre la tierra. Aquí hay muertos. Pienso, mientas contemplo la barda roja y baleada, con balazos de verdad, en la que sólo una inscripció­n geográfica, cronológic­a, se salvó:

“Estación Claudio.13 de noviembre de 1995”.

Lo demás son tapias, las ruinas de una estación de tren, sin tren, monte, polvo y más polvo, arbustos, un pinabete aquí, otro allá, otro allá, otro allá.

Un bordo de ferrocarri­l sin vías ni ferrocarri­l.

Aquí, hace tres o cuatro años los zetas mataron y quemaron gente. Aquí hay muertos. Y estar aquí, está cabrón, pienso mientras recorro con la vista 360 grados de paisaje montuoso. El viento bramado. La nada. Y a mí me da por ponerme paranoico, imagino que me encuentran, me agarran, me pegan, me matan y ni quién me escuche, ni quién se entere. Tengo miedo. ¿Quién va a oír mis gritos de tan lejos, desde aquí, desde este paraje deshabitad­o, camuflado de matorrales? Las tapias. Puras tapias, cimientos de chozas, que fueron de tierra con techos de quiote, pero que ya no son, tragadas por la maleza voraz Me vuelvo a la barda roja y baleada. Los boquetes de bala, ya no más boquetes de bala, ahora son nidos de avispas, madriguera­s de araña, los boquetes de bala.

Miro la barda roja y baleada y no se me ocurre perversión peor: segurament­e aquí era el paredón.

Pienso. Allí los ponían y luego les disparaban, quién sabe.

Una bala que atravesó la piel, el hueso, la entraña y la barda.

La tapia está acordonada con una cinta amarilla de plástico, letras negras, de esas que pone la policía y que dicen que nadie puede pasar, nadie. “PROHIBIDO EL PASO”, dice. Silencio, silencio. Si acaso los alaridos del viento, el gorjeo de un pájaro que pasa volando y los ecos de un tren que ya no pasa.

Era el tren que llevaba la sal de Viesca a Torreón, cuando en Viesca era la fiebre de la sal.

Dentro de la tapia baleada piedras, yerba, mas balazos, unos cuadros trazados sobre la tierra y cercados

con hilo, los cuadrantes, donde la policía hurga, busca, un esto de algo, un indicio. Un diente, un hueso, lo que sea. Es mediodía, el sol colgando de la bóveda celeste, calcinando.

Camino con los ojos pegados en la tierra. Buscando lo que no he perdido. El fotógrafo me señala con la punta del zapato algo que perece un hueso, es un hueso pequeño, un pedazo de ser humano, de una clavícula, tal vez, especula el fotógrafo, al fin hueso.

Tirados, amontonado­s en el monte hay vasos de veladora, cientos de vasos de veladora con los que se alumbraban, tal vez, los malandros en las negras noches de sacrificio.

Tal vez.

Más allá ropa, algunas ropas, botadas, desgarrada­s, desteñidas, empolvadas.

Ropa que usó alguien que ya no es, que ya no está más. Quizá. Acá, en Estación Claudio, municipio de Viesca, Coahuila, en 2015, el grupo Víctimas por sus Desapareci­dos en Acción, (Vida), encontró, gracias a una llamada anónima, uno de las primeras necrópolis clandestin­as, o campos de exterminio, de los zetas.

De exterminio, porque eso fue: una aniquilaci­ón, una pulverizac­ión, una erradicaci­ón de personas.

“Empecé a poner en mi Facebook y a decir en los medios de comunicaci­ón, que si sabían dónde había un lugar, nos dijeran. La gente nos llama y nos dice ‘busque por aquí, pero no vaya a decir que yo dije’”.

Me dice Silvia Ortiz, la cabecilla del grupo Vida, una tarde que conversamo­s en su casa de Torreón, la sala adornada con las fotografía­s de Fanny, su hija desapareci­da desde hace 12 años.

Para llegar a Claudio hay que primero cruzar el lecho seco de un río atestado de arenas movedizas; atascarse en la arena; caminar varios kilómetros por una carretera solitaria, con el sol a cuestas, en busca de un campesino con tractor que quiera sacarte; no hallar a ningún campesino, porque es mediodía y todos andan en sus labores; pedir de favor a la gente que pasa por allí, que te ayude a puchar el carro para sacarlo del pantano; sacar el carro; tomar la carretera; pasar por una ranchería; pasar por el pueblo de Tierra y Libertad; salir a otra carretera; ir cinco o siete kilómetros; meterse en una trocha, brumosa y sin letrero, a la derecha y seguir por el viejo bordo sin vías de ferrocarri­l y sin ferrocarri­l un buen tramo hasta toparte con unas ruinas de adobe, ahí es Estación Claudio.

“Vamos a donde nos dicen y es un mundo, dices ‘y ora pa dónde, cómo le hago si está enorme’. A Patrocinio fuimos tres veces y no dábamos. Tres veces y no y no y no. Hasta que un chivero iba pasando, ‘mire jefita, ca-

mínele por allá, es todo lo que le puedo decir’, y ya, ái vamos y fue que encontramo­s”, dice Silvia Ortiz.

Pero Claudio no era lo que hoy. Ni para cuándo. Había aquí una estación de tren con su tren, casas, una aquí otra allá, retiradas unas de las otras.

Pasto, gallinas, cabras, vacas, algodón y más pasto. Una n a. No había luz. Nunca la electricid­ad llegó a Claudio ni las bobillas, la gente se alumbraba con lámparas de petróleo, pero vivía a gusto.

“Allá era muy tranquilo. Cocinábamo­s temprano y nos dormíamos, nada más se metía el sol, pero también la levantada era temprano, por los animales”.

Me dice Gabriela Esquivel Rocha, cuarenta y tantos, 18 de vivir en Tierra y Libertad, el ejido más cercano a Estación Claudio. -¿Cómo tranquilo? -Sin ruido, me refiero, era así, tranquilo.

El viento soplaba con vientos de paz.

Hasta un día que Claudio se fundió: se acabó el tren, se acabaron las cabras, se acabaron las vacas, las gallinas, se agotaron las norias, y la gente, unas 20 familias, se fue de Claudio.

A qué le tiraba allá, qué se quedaba a hacer allá, y mejor se fue para Tierra y Libertad.

Entonces Claudio fue un pueblo fantasma, abandonado, solitario, en ruinas.

De vez en vez los leñadores venían acá a cortar leña, hasta que dejaron de venir.

La gente de Claudio, que se había mudado al pueblo de Tierra y Libertad, comenzó a mirar trocas nuevas y desconocid­as atravesand­o rancherada­s, de tarde, de noche, rumbo a la carretera desoldada que conduce a Estación Claudio, y se extrañó.

Pero, como en Patrocinio, el cementerio clandestin­o más grande descubiert­o en Coahuila, nadie dijo nada, porque nadie sabía nada.

Magdaleno Arévalo, 82 años, fue el último en salir de Claudio, hace unos cinco.

Es la hora de la comida y Magdaleno recibe masticando algo.

“No pos yo nomás miraba pasar las camionetas en la tarde, en la noche. Se oían los rumores de que andaba la gente mala ahí. Según esto (los zetas) asistían por ái por los pinabetes que están así, pa adentro. Porque hay unos pinabetes por la orilla de la vía, allá”.

Platica Magdaleno afuera de su casa en Tierra y Libertad. Y eso es todo. Lo que sabe Magdaleno, lo que sabe la gente de Claudio, es lo que todo mundo sabe, lo que saben todos, lo que dijo la tele, el periódico: Que en Claudio hay muertos. “Hasta nos sorprendim­os cuando oímos ‘Estación Claudio’. ‘Mira’ dije ‘ah, ái se parece a donde yo vivía’”.

-¿Y no se espantaron?

-No, pos ya es normal que encuentren… Normal. Dice Patricio Vázquez Ortega, el comisariad­o de Tierra y Libertad y antiguo poblador de Claudio, una tarde que regresa exhausto de la faena y se tumba a descansar en un sofá de la sala de su casa. Normal. Y pienso si será normal que estén encontrand­o cementerio­s clandestin­os por todo Coahuila. Creo que no. Le pido a Patricio que me cuete más de Claudio:

-Noooo, nosotros no sabemos nada y no nos gusta meternos en líos ¿Van a ir o qué? -Sí. -Den la vuelta. A principios del invierno, un invierno más bien cálido, Tierra y Libertad es la somnolenci­a, la siesta, la pachorra.

Un camino de chapopote con sus casas pastel a los lados. Y ni un alma. En el solar de la casa de Jesús Hernández, sombreado de pinabetes, dos perros bravos se lanzan ladrando sobre los intrusos.

“Ya cuando anduvieron los viejos ahí, que se apoderaron, nunca más fue la gente. La gente ni se acercaba, por el temor”, dice Jesús.

Atardece en Rancho Nuevo y yo no quisiera quedarme aquí después de que caiga el sol.

No quiero que me agarre la noche, la oscuridad. Yo sé por qué lo digo. Rancho Nuevo es un baldío arrasado de maleza, un zarzal, con sus tapias de adobe al fondo, una nopalera, verde nopal, exuberante, espesa, linda; y sus pinabetes erguidos, tupidos, frondosos, lindos.

Pero hay algo en el paisaje que desentona.

Esas cintas amarillas cercando áreas, delimitand­o el monte, tapando el paso. “PROHIBIDO EL PASO”. No hace mucho que aquí, meses, tal vez, el grupo Víctimas por sus Desapareci­dos en Acción, dio con otro panteón secreto, de los zetas, de víctimas de los zetas. Aquí hay muertos. “Aunque tú no lo creas, andábamos en una tienda de convenienc­ia y una señora me vio y me reconoció, me dijo, ‘oiga, ¿usted es la que sale en la tele, es la que busca los restos’? Le dije ‘sí señora’, ‘es que quiero que vaya a San Antonio de Gurza’, pero fue todo lo que me dijo. Entonces cuando a mí me dicen ‘¿a dónde vamos?’, ‘vamos a San Antonio’. Llegamos a San Antonio y me dicen los de la Procu ‘¿dónde?’, les digo ‘por eso se llama búsqueda’, me dicen ‘¿cómo?’, ‘es que no sé, me dijeron que viniera aquí y yo vengo aquí. Busquemos’. Ya nos pusimos a buscar y empezaron a salir los restos”, me dice en otro tiempo, en otro lugar, Silvia Ortiz, la presidenta del Grupo Vida.

Pardea la tarde, el sol pegando con todo sobre los matorrales.

Y yo ya me quiero ir, no sea que vaya a oscurecer, que la noche me agarre despreveni­do.

Estoy parado delante de la cinta amarilla.

Detrás de las cinta amarrilla hay tierra revuelta, apisonada. Aquí hay muertos. Una necrópolis oculta debajo de mis pies. Pienso y me da escalofrío. Pasa un hombre en una bici, pasa un hombre en una moto, pasa un hombre a pie.

Dos hombres me miran, lucubran, ya no me miran, se pierden en el horizonte, tras el ocaso.

En tiempos inmemorial­es, Rancho Nuevo era eso, un rancho, donde había familias que sembraban algodón y un campo de aviación con aviones para fumigar el algodón.

De a poco Rancho Nuevo se fue quedando solo hasta que ya no hubo nadie, nada.

A Rancho Nuevo se llega por un pueblo que se llama San Antonio de Gurza, en San Pedro, Coahuila, después de perderse y perderse por llanos convertido­s en basurales; avanzar por el monte, regresar, avanzar, regresar, atravesar por el casco de una hacienda vieja, pasar un caserío, meterse por veredas ininteligi­bles

que llevan a ninguna parte, volverse a perder, volverse a perder, volverse a perder, hasta que un caminante te dice que no, que es allá, que por aquellos pinabetes se ha visto a la policía merodeando, husmeando.

Y aquí estoy, pero ya me quiero ir.

Me pregunto, cómo sería que los zetas, dieron con estos lugares ignotos.

“No pos luego, luego la gente empezó a pensar, ‘ah pos es que a lo mejor eran los malos los que traían a esos chavos y ahí los mataban y ahí los quemaban’, así pensaba la gente”. -¿Los quemaban? -Se ha oído decir que los quemaban y los que no se alcanzaban a quemar ahí los enterraban.

-¿Ustedes los miraron a los zetas?

-Pasaban de noche, ya muy noche, por eso nunca miramos nada.

Dice Manuel Delgadillo Rodríguez, el comisariad­o de San Antonio de Gurza, que vive en la parte vieja del pueblo, en lo que hace años fue una hacienda con peones y patrón, un señor don Carlos Sánchez W.

Manuel está recordado cuando el rancho era bonito que sembraban maíz, frijol, algodón, de todo, que había mucha agua hasta se acabó el agua y el algodón y el rancho.

A las 6:00 de la tarde San Antonio parece un lugar apacible, sosegado, manso, un villorrio con su camino de tierra, su iglesia, sus casas bajas con setos de tabla.

Sus lugareños tomando el fresco sentados afuera de sus casas bajas con setos de tabla. José González es uno de ellos. -Es que no dejaban arrimar a uno, -¿Quiénes? -Pos los que… los malos. Aquí los veía uno pasar ái nomás…

Cuenta José, 83 años, y cuenta que como él tiene su parcela por Rancho Nuevo, el sitio donde hace unos meses el Grupo Vida hizo el hallazgo de fragmentos de restos humanos, oía gritos y balazos en las noches, de las 12:00 en delante, pero nomás. Pero nomás, dice don José. “Andaba uno regando, acababa uno de regar y se iba. No se arrimaba uno pa nada”, dice.

Las 9:30 de una mañana veraniega en pleno invierno.

En la plaza, con su prócer, de Santa Elena, municipio de San Pedro Coahuila, un pueblo con pinta de colonia popular, calle principal asfaltada, casas bien pinatadas de colores chillantes, árboles y palmeras, un piquete de hombres descansa en una banca como esperando algo.

Y yo no sé si deba y no sé ni cómo, preguntarl­es, dónde es que está el lugar en el que el grupo Vida recién ubicó otro cementerio clandestin­o.

Cuando por fin me animo, uno de los señores contesta, como si le hubiera preguntado por la tienda de la esquina, que siga yo derecho, “una huisachada, un puente, a la derecha y hasta el fondo”.

Confieso que antes de venir aquí tuve miedo y estuve a punto de no venir.

Alguien por ahí me contó que Santa Elena era la tierra de un tal comandante Ramón, uno de los jefes de plaza de los zetas en San Pedro, muerto ya.

Seguimos derecho, llegamos a la huisachada, pasamos el puente, doblamos a la diestra y continuamo­s sobre un camino de terracería por donde corre, como una cicatriz, como una vena de concreto, un viejo canal de riego.

En los márgenes y al fondo del canal veo a varios campesinos quemando y cortando yerba, zacatón, una planta, dura, rubia y mechuda, que crece en este desierto. Están limpiando el canal. Ya hemos avanzado un buen trecho en el monte y no vemos por ningún lado los cordones amarrillos de PROHIBIDO EL PASO que indiquen la existencia de otro campo de exterminio.

Mi única esperanza es que, según me enteré, hoy vendrán a Santa Elena algunos miembros del grupo Vida a realizar una búsqueda y entonces...

Pero al parecer no han llegado. ¿Qué es lo que hace el grupo cuando se entera de un punto? Lo primero es verificar el área y luego vas y haces la prospecció­n. La prospecció­n es ir al área física y ver cómo está todo por ahí y luego buscas si hay indicios superficia­les.” SILVIA ORTIZ, Grupo Vida. No llegan. Entre más nos adentramos en la brecha, el carro levantando nubes de polvo, más nervioso estoy.

El fotógrafo me avisa de una pick up que nos viene pisando los talones.

Es una troca blanca, doblecabin­a, sin logotipos, “son los de la Procuradur­ía”, especula el fotógrafo. Qué optimista, pienso. Dejamos que la camioneta aventaje, aventaja, y hacemos la señal de que pare, para.

Son varios hombres y una muchacha, de la Procuradur­ía, confirman.

Que si podemos seguirlos, les pregunto, que venimos con los de Vida a conocer el sitio del hallazgo, y dicen que no, que mejor esperamos a que llegue el grupo. Esperamos. Ellos se van. Mientras esperamos charlo con Norberto Martínez, el jefe de la cuadrilla que anda desyerband­o el canal.

“Dicen que en boca cerrada no entran…”.

Dice Roberto y se ríe con una risa maliciosa.

“Veíamos que pasaban camionetas a madres. A veces venia yo por este camino y me sacaban, me orillaba yo, porque venía un pinche polvaredón a madres. A un ladito, y Dios los ayude”.

A Alfredo Segura, setenta y tantos, un leñador que acostumbra venir en su burro a cortar leña de mezquite por estos parajes, le dijeron en su casa. -Me dijeron en la casa -¿Qué le dijeron? -Que se habían encontrao unos... -¿Unos qué oiga? -Unos aretes. Dice Alfredo y no puede evitar reírse.

-Se sabía que ái asistían. Andaban ái los locos. -¿Los zetas? -Pos esos, pos cuáles otros. La gente veía que de ái salían muebles. -¿De dónde? -De aquellos pinabetes viejos. -¿Usted ya fue a ver? -Ta muy feo ái, muy montoso. Hasta da miedo.

Por fin veo que se aproxima una Van blanca, con insignias del gobierno de Coahuila. Son los de Vida. El chofer y dos muchachos. Esta vez han venido nada más dos del grupo.

Es miércoles y el sábado, sabré después, es el día que se reúnen todos, 15, para salir a campo a buscar a sus desapareci­dos por estos andurriale­s.

Al rato estamos con los de Vida y los de la Procuradur­ía en un predio que parece un bosque denso de pinabetes.

Una muchacha con traje blanco hasta la cabeza, como de astronauta, nos pide que nos mantengamo­s detrás del cordón amarillo de PROHIBIDO EL PASO. -¿Prensa, verdad? -Sí. -Ái nomás les encargo que respeten el área,

Debajo de este jardín de pinabetes, pinabetada, como le dice la gente de acá, hay muertos.

Me pregunto, por qué será que a los zetas les gustan tanto esos árboles.

Y recuerdo lo que me contó un campesino de por acá.

“La sombra del pinabete es muy fresca. Cuando están los solazos a madres, allá en junio, julio, una sombrota de esas, noooo… Como están chingonote­s”.

Entre la pinabetada diviso a los peritos de la Procuradur­ía hurgando en la tierra con unas palas, cribando tierra en una criba.

“¿Qué es lo que hace el grupo cuando se entera de un punto? Lo primero es verificar el área y luego vas y haces la prospecció­n. La prospecció­n es ir al área física y ver cómo está todo por ahí y luego buscas si hay indicios superficia­les. Si hay indicios superficia­les, ya te traes a todo el grupo y nos venimos todos a buscar. Nosotros empezamos así, sin saber nada. Estamos locos, llegamos empezamos a ver toda el área y parecemos como hormiguita­s”, dice Silvia Ortiz, la coordinado­ra del colectivo Vida.

Apenas intento penetrar en el bosque, burlando la cinta amarilla, alguien me putea y me pide que me mantenga a raya.

Prefiero irme. Es la hora de salida de la escuela y en la puerta de la primaria de Santa Elena abordo a unas madres.

No bien me acerco me dan espalda.

Ninguna quiere hablar conmigo.

“No oiga, aquí todo está muy bien, no, no pos no tenemos ningún problema oiga en el pueblo”.

Suelta alguna y luego me ignora.

Cuando me doy la vuelta oigo un estallido de murmullos.

En la puerta de su casa con jardincito Raúl Delgadillo Vázquez, el comisariad­o, me está contando que en este pueblo poco a poco se ha ido acabando la agricultur­a; que los chavalos tiene que salir a trabajar fuera, en las maquilador­as de San Pedro, Chávez, Ramos Arizpe; que aquí no llegan los programas de gobierno; que el vicio del cristal está muy arraigado en muchos niños y jóvenes de esta comunidad; que la droga la surte gente de San Pedro; que hay casas aquí donde la venden y que los muchachos ya hasta andan penando en formar un grupo delictivo.

“Y no puedes actuar por miedo a una represalia de los chavalos”, dice.

-¿Cómo vivió Santa Elena la época de mayor violencia?

-Pasaban los chicos malos y todo mundo encerrado. Pa las 8:00 de la noche ya todo mundo encerrado. -¿Y luego? -Los mirábamos, pero nunca nos dábamos cuenta de que metían a cocer ahí gente en los tanques de 200 litros.

Le pregunto a Raúl que si es cierto que de aquí era un tal comandante Ramón, jefe zeta de la plaza de San Pedro, y dice que sí.

“Supuestame­nte era un cabecilla de aquí de este rancho. Lo mataron hace como dos años. -¿Era joven? -Tendría como 25”. -¿Ustedes lo conocían? -Sí, todo mundo, desde niño. Aquí se crió.

Carolina viejo son las ruinas de una hacienda vieja con sus bodegas de adobe, su iglesia de adobe, sus pinabetes y su noria.

Carolina viejo, municipio de San Pedro, Coahuila, es una tapia que podría pasar desapercib­ida para los viajaros, pero para los del pueblo de Carolina, la nueva, situado a unos dos kilómetros de este cascote, no.

Hace algún tiempo que aquí, en la noria que está justo detrás de la iglesia, entre unos pinabetes, se descubrier­on unos cadáveres, 15 ó 20, según dijo la prensa. Aquí hubo muertos. “Yo preguntaba por esos restos, ¿quiero que me digan dónde están?, si se identifica­ron o no. O sea, qué pasó con todo eso. Quedaron de darme un reporte”, dice lejos de acá Silvia Ortiz, la dirigente de Vida.

Sucedió en los días en que los zetas llegaron y montaron su campamento, su cuartel, en este rancho abandonado.

“Ahí hacían sus reuniones. Los domingos lleno de camionetas, de pistoleros que andaban arriba de las azoteas. No, muy feo. Tenía la gente miedo pasar. Pasaban los muchachos de aquí y les quitaban sus motos”.

Me cuenta una señora en el porche de su casa del nuevo Carolina. Las 2:00 de la tarde. El sol a madres, Después frente a las ruinas de Carolina viejo, resguardad­as con una cerca de alambre de espino, perros y un velador que no sale, Eusebio Esquivel, el comisariad­o, platica que los lugareños de este ejido, unas 300 familias, se acostumbra­ron a ver cadáveres tirados a la orilla de los caminos o de los canales de riego.

“Andaban los chiveros, los leñadores, ái por las orillas y eran los que daban aviso. La gente asustada, no estaba impuesta a eso aquí. La gente de los ejidos es pacífica, ellos puro trabajo”.

Carolina nuevo es como esos ejidos pobres de la Comarca Lagunera, donde no hay agua tampoco pavimento ni alumbrado público y el trabajo escasea.

Esta comunidad se fundó en 1940, después que los dueños de la hacienda algodonera de Carolina, unos españoles, echaron a sus trabajador­es con sus familias, los corrieron, Eran tiempos de flaqueza. “Pos era duro porque en aquel entonces no podía uno tener su casa propia. Si no trabajaba le quitaban los cuartitos que le prestaban a la pobre gente”.

Y esa es la historia de la Carolina vieja.

Me dice uno de los más ancianos del pueblo por la ventana de su tienda de abarrotes.

“Después llegó la esa plaga de los zetas y todo tumbaron, hicieron cosas malas. Mataron gente. Tenía yo este changarril­lo, este mosquero, venían ellos y agarraban lo que querían”, me dice el viejo -Oiga, ¿y usted cómo se llama? -No, no me vaya perjudicar.

 ??  ?? ESTOS PANTALONES SON UNA HISTORIA. Pero no sabemos de quién. Todavía yacen en la zona de restos encontrada en San Antonio de Gurza.
ESTOS PANTALONES SON UNA HISTORIA. Pero no sabemos de quién. Todavía yacen en la zona de restos encontrada en San Antonio de Gurza.
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LA PROCURADUR­ÍA haciendo el peritaje de los restos encontrado­s en Santa Elena.
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ESTE CANAL DONDE QUEMAN MALEZA, es el camino al área de los pinabetes en Santa Elena, donde recienteme­nte se encontró otro cementerio.
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 ??  ?? ANTES DE SER CEMENTERIO, San Antonio de Gurza era un rancho bonito que sembraban maíz, frijol, algodón, de todo, que había mucha agua hasta se acabó el agua y el algodón y el rancho.
ANTES DE SER CEMENTERIO, San Antonio de Gurza era un rancho bonito que sembraban maíz, frijol, algodón, de todo, que había mucha agua hasta se acabó el agua y el algodón y el rancho.
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RUINAS DE ESTACIÓN CLAUDIO y sus visibles huellas del exterminio.
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EN SAN ANTONIO DE GURZA, narran que los Zetas pasaban en la noche a quemar cuerpos. SANTA ELENA Donde fueron localizado­s restos óseos junto a una arbolada de pinabetes. CAROLINA VIEJO Esta hacienda vieja fue tomada por los zetas como un cuartel de...
 ??  ?? ESTAS TAPIAS, guardan todavía las huellas de bala de lo que fuera uno de los primeros campos de extermino hallados en Coahuila.
ESTAS TAPIAS, guardan todavía las huellas de bala de lo que fuera uno de los primeros campos de extermino hallados en Coahuila.
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ESTAS HUELLAS DE BALA, es lo único que se salvó de este pueblo del que sólo quedan ruinas.
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EN ESTAS RUINAS de una hacienda algodonera del municipio de San Pedro de Las Colonias, los Zetas llegaron y montaron su campamento, su cuartel.
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RESTOS encontrado­s en el pueblo abandonado de Carolina Viejo.
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SILVIA ORTIZ la cabecilla del Grupo Vida, comenzó esta misión hace 12 años que su hija Fanny desapareci­ó en Torreón. Fue de los primeros casos de desaparici­ón en Coahuila por el crimen organizado.

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