Vanguardia

Una historia sórdida

‘Catón’ Cronista de la Ciudad

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Dime tú, lector, o dime tú, lectora, si la historia que voy a contar es de amor. Yo no lo sé: de historias conozco algo, pero de amor no mucho, y por tanto no puedo decir si lo que voy a relatar es una historia de amor o una simple nota para la sección policiaca de los diarios.

Este señor tiene una tienda de abarrotes en Saltillo, en el Saltillo de mediados del pasado siglo. Es solo: así, “solo”, se llama al hombre que es soltero y no tiene familia, pero sí años. Por los 60 debe andar este señor.

Lo ayuda en su trabajo una dependient­a. ¿Qué edad tiene ella? Lo mismo puede tener 30 que 50. Su edad es indefinida, igual que sus palabras y sus movimiento­s. Parece que siempre está soñando; parece un sueño. Si desapareci­era, nadie se daría cuenta de que no estaba ya en el mundo. Sería una oscuridad fundiéndos­e en otra oscuridad.

Todos los días, al terminar la jornada de la tienda –su puerta cierra a las 9 de la noche–, el abarrotero toma a la mujer en la trastienda. Por primera vez la tomó hace 20 años. Una noche la tumbó sobre la costalera y ahí la poseyó. No dijo nada la mujer. Se levantó, se compuso la ropa y dijo: “Hasta mañana”, lo mismo que decía cada noche. Al día siguiente él la volvió a tomar, pero no frente a frente, pues pensó que no eran marido y mujer, y además se trataba de la dependient­a, casi como decir la criada. En adelante la tomaba como el perro a la perra, inclinada ella sobre los bultos de maíz, de harina o de frijol. Las cópulas eran rápidas y silenciosa­s. Para el hombre, eso era como ir al baño; para la mujer era como otra obligación que debía cumplir.

Al principio aquello era cosa de cada día. El abarrotero era aún joven y robusto. Al paso de los años, el uso diario fue raleando hasta que terminó por ser un rito semanal que se cumplía el sábado en la noche. Él hacía lo que hacía; ella lo dejaba hacer y luego se despedía sin mirarlo con un: “Hasta el lunes” que el hombre apenas escuchaba.

Un lunes la dependient­a ya no regresó. El martes un sobrino fue a decirle al tendero que su tía había muerto. Él dio las gracias por el aviso y siguió envolviend­o los alcatraces de arroz. Nadie notó ningún cambio en el abarrotero. El lunes siguiente no abrió la tienda. El jueves los vecinos percibiero­n un olor malo y avisaron a la policía. Llegaron los gendarmes, abrieron la puerta a patadas y entraron todos, incluso los chiquillos del barrio. En la trastienda estaba colgado el hombre.

Ahora díganme ustedes si esta es una historia de amor o una historia sórdida. Quizás es una sórdida historia de amor. O quizás hay amor hasta en la sordidez. Estoy seguro, sin embargo, de que ningún escritor vería en este suceso un tema digno para escribir un cuento o una novela. Yo mismo no sé por qué escribí la historia, y con detalles que ni siquiera venían al caso, como ése del perro y de la perra.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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