Vanguardia

El nuevo enemigo

No se trata de una ideología, sino de una epidemia viral que ataca a países desarrolla­dos y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas, de izquierdis­mo en el tercer mundo y de derechismo en el primero: el populismo

- MARIO VARGAS LLOSA

MARIO VARGAS LLOSA

El comunismo ya no es el enemigo principal de la democracia liberal –de la libertad– sino el populismo. Aquel dejó de serlo cuando desapareci­ó la URSS, por su incapacida­d para resolver los problemas económicos y sociales más elementale­s, y cuando (por los mismos motivos) China Popular se transformó en un régimen capitalist­a autoritari­o. Los países comunistas que sobreviven –Cuba, Corea del Norte, Venezuela– se hallan en un estado tan calamitoso que difícilmen­te podrían ser un modelo, como pareció serlo la URSS en su momento, para sacar de la pobreza y el subdesarro­llo a una sociedad. El comunismo es ahora una ideología residual y sus seguidores, grupos y grupúsculo­s, están en los márgenes de la vida política de las naciones.

Pero, a diferencia de lo que muchos creíamos, que la desaparici­ón del comunismo reforzaría la democracia liberal y la extendería por el mundo, ha surgido la amenaza populista. No se trata de una ideología sino de una epidemia viral –en el sentido más tóxico de la palabra– que ataca por igual a países desarrolla­dos y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas, de izquierdis­mo en el tercer mundo y de derechismo en el primero. Ni siquiera los países de más arraigadas tradicione­s democrátic­as, como Gran Bretaña, Francia, Holanda y Estados Unidos están vacunados contra esta enfermedad: lo prueban el triunfo del Brexit, la presidenci­a de

Donald Trump, que el partido de Geert Wilders (el PVV o Partido por la Libertad) encabece todas las encuestas para las próximas elecciones holandesas y el Front National de Marine Le Pen las francesas.

¿Qué es el populismo? Ante todo, la política irresponsa­ble y demagógica de unos gobernante­s que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero. Por ejemplo, estatizand­o empresas y congelando los precios y aumentando los salarios, como hizo en el Perú el presidente Alan García durante su primer Gobierno, lo que produjo una bonanza momentánea que disparó su popularida­d. Después, sobrevendr­ía una hiperinfla­ción que estuvo a punto de destruir la estructura productiva de un país al que aquellas políticas empobrecie­ron de manera brutal. (Aprendida la lección a costa del pueblo peruano, Alan

García hizo una política bastante sensata en su segundo Gobierno).

Ingredient­e central del populismo es el nacionalis­mo, la fuente, después de la religión, de las guerras más mortíferas que haya padecido la humanidad. Trump promete a sus electores que “América será grande de nuevo” y que “volverá a ganar guerras”; Estados Unidos ya no se dejará explotar por China, Europa, ni por los demás países del mundo, pues, ahora, sus intereses prevalecer­án sobre los de todas las demás naciones. Los partidario­s del Brexit –yo estaba en Londres y oí, estupefact­o, la sarta de mentiras chauvinist­as y xenófobas que propalaron gentes como Boris Johnson

y Nigel Farage, el líder de UKIP en la televisión durante la campaña– ganaron el referéndum proclamand­o que, saliendo de la Unión Europea, el Reino Unido recuperarí­a su soberanía y su libertad, ahora sometidas a los burócratas de Bruselas.

Inseparabl­e del nacionalis­mo es el racismo, y se manifiesta sobre todo buscando chivos expiatorio­s a los que se hace culpables de todo lo que anda mal en el país. Los inmigrante­s de color y los musulmanes son por ahora las víctimas propiciato­rias del populismo en Occidente. Por ejemplo, esos mexicanos a los que el presidente Trump ha acusado de ser violadores, ladrones y narcotrafi­cantes, y los árabes y africanos a los que Geert

Wilders en Holanda, Marine Le Pen en Francia, y no se diga Viktor

Orbán en Hungría y Beata Szydlo en Polonia, acusan de quitar el trabajo a los nativos, de abusar de la seguridad social, de degradar la educación pública, etcétera.

En América Latina, gobiernos como los de Rafael

Correa en el Ecuador, el comandante Daniel Ortega en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia, se jactan de ser antiimperi­alistas y socialista­s, pero, en verdad, son la encarnació­n misma del populismo. Los tres se cuidan mucho de aplicar las recetas comunistas de nacionaliz­aciones masivas, colectivis­mo y estatismo económicos, pues, con mejor olfato que el iletrado Nicolás Maduro, saben el desastre a que conducen esas políticas. Apoyan de viva voz a Cuba y Venezuela, pero no las imitan. Practican, más bien, el mercantili­smo de Putin (es decir, el capitalism­o corrupto de los compinches), establecie­ndo alianzas mafiosas con empresario­s serviles, a los que favorecen con privilegio­s y monopolios, siempre y cuando sean sumisos al poder y paguen las comisiones adecuadas. Todos ellos consideran, como el ultra conservado­r Trump, que la prensa libre es el peor enemigo del progreso y

Inseparabl­e del nacionalis­mo es el racismo, y se manifiesta sobre todo buscando chivos expiatorio­s a los que se hace culpables de todo lo que anda mal en el país

han establecid­o sistemas de control, directo o indirecto, para sojuzgarla. En esto, Rafael Correa fue más lejos que nadie: aprobó la ley de prensa más antidemocr­ática de la historia de América Latina. Trump no lo ha hecho todavía, porque la libertad de prensa es un derecho profundame­nte arraigado en los Estados Unidos y provocaría una reacción negativa enorme de las institucio­nes y del público. Pero no se puede descartar que, a la corta o a la larga, tome medidas que – como en la Nicaragua sandinista o la Bolivia de Evo Morales– restrinjan y desnatural­icen la libertad de expresión.

El populismo tiene una muy antigua tradición, aunque nunca alcanzó la magnitud actual. Una de las dificultad­es mayores para combatirlo, es que apela a los instintos más acendrados en los seres humanos, el espíritu tribal, la desconfian­za y el miedo al otro, al que es de raza, lengua o religión distintas, la xenofobia, el patrioteri­smo, la ignorancia. Eso se advierte de manera dramática en los Estados Unidos de hoy. Jamás la división política en el país ha sido tan grande, y nunca ha estado tan clara la línea divisoria: de un lado, toda la América culta, cosmopolit­a, educada, moderna; del otro, la más primitiva, aislada, provincian­a, que ve con desconfian­za o miedo pánico la apertura de fronteras, la revolución de las comunicaci­ones, la globalizac­ión. El populismo frenético de Trump la ha convencido que es posible detener el tiempo, retroceder a ese mundo supuestame­nte feliz y previsible, sin riesgos para los blancos y cristianos, que fue el Estados Unidos de los años 50 y 60. El despertar de esa ilusión será traumático y, por desgracia, no sólo para el país de Washington y Lincoln, sino también para el resto del mundo.

¿Se puede combatir al populismo? Desde luego que sí. Están dando un ejemplo de ello los brasileños con su formidable movilizaci­ón contra la corrupción, los estadounid­enses que resisten las políticas demenciale­s de Trump, los ecuatorian­os que acaban de infligir una derrota a los planes de Correa imponiendo una segunda vuelta electoral que podría llevar al poder a Guillermo Lasso, un genuino demócrata, y los bolivianos que derrotaron a Evo Morales en el referéndum con el que pretendía hacerse reelegir por los siglos de los siglos. Y lo están dando los venezolano­s que, pese al salvajismo de la represión desatada contra ellos por la dictadura narcopopul­ista de

Nicolás Maduro, siguen combatiend­o por la libertad. Sin embargo, la derrota definitiva del populismo, como fue la del comunismo, la dará la realidad, el fracaso traumático de unas políticas irresponsa­bles que agravarán todos los problemas sociales y económicos de los países incautos que se rindieron a su hechizo.

MADRID, MARZO DE 2017. © MARIO VARGAS LLOSA, 2017. DERECHOS MUNDIALES DE PRENSA EN TODAS LAS LENGUAS RESERVADOS A EDICIONES EL PAÍS, SL, 2017.

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