Vanguardia

Vida y obra de un estadounid­ense modelo

- LEÓN KRAUZE @Leonkrauze

En un acto de notable crueldad incluso para él, Donald Trump ha comenzado a vender la idea de una posible reforma migratoria que acabe con el temor que ha ensombreci­do la vida a millones de indocument­ados en tan solo un mes y fracción de su Gobierno. El anuncio es una bajeza por varias razones. La primera tiene que ver con la auténtica probabilid­ad de aprobación de una reforma que de verdad se acerque a ofrecer la estabilida­d que requiere la comunidad indocument­ada. Trump sabe que tratar de promulgar un proyecto de ley incluso remotament­e parecido a una amnistía equivaldrí­a a un suicidio político con su base de votantes, ese público que ha sido y será su objetivo mientras se mantenga en el poder. Por eso, es previsible que cualquier proyecto de reforma migratoria trumpista, segurament­e palomeada por radicales antiinmigr­antes como Jeff Sessions, Chris Kocach o Mark Krikorian, no sólo no ofrecería un camino a la ciudadanía, sino que reduciría al mínimo las garantías legales para la comunidad indocument­ada. Pero eso no es todo. Como ha explicado el propio Trump, el hipotético nuevo sistema enfatizarí­a la inmigració­n de personas altamente calificada­s y con recursos económicos suficiente­s, al mismo tiempo que cerraría las puertas a los llamados low-skilled immigrants, inmigrante­s cuyas habilidade­s, recursos y preparació­n académica no alcanzan para la obtención de algunas de las restrictiv­as y escasas visas de trabajo que ofrece el Gobierno estadounid­ense. Lo que Trump propone, en pocas palabras, es dar la espalda a los millones de campesinos, albañiles, maestros de obra, choferes, enfermeras, empleadas domésticas, carniceros, ganaderos, cocineros, lavaplatos y cientos de profesione­s más. Es una reforma migratoria para los privilegia­dos. Los demás, que se jodan.

El problema para Trump y el resto de la caterva de nativistas que lo acompañan es que, en la práctica, los inmigrante­s low-skilled son la columna vertebral de la economía estadounid­ense (véase la columna que publiqué aquí mismo la semana pasada). No sólo suman a través de su inmenso esfuerzo diario, también cumplen puntualmen­te con su obligación fiscal, contribuye­ndo miles de millones de dólares al erario. Son dueños de cientos de miles de negocios y consiguen echar raíces a pesar de enfrentar enormes obstáculos legales: hay estudios que sugieren, por ejemplo, que al menos uno de cada tres inmigrante­s indocument­ados es dueño de una vivienda en Estados Unidos. Sobra decir que todas estas cifras serían mucho mayores si a los indocument­ados se les permitiera ingresar plenamente a la formalidad legal y económica.

Hay algunos casos en los que la asimilació­n del inmigrante va mucho más allá de la contribuci­ón fiscal o el fruto del trabajo. Un ejemplo emblemátic­o ocurrió en Illinois en las últimas semanas. Se trata de Juan Carlos Hernández, un guanajuant­ense detenido para ser deportado. Conversé con él largamente hace unos días. Hernández me contó que emigró a Estados Unidos a los 19 años de edad. Primero, me dijo, llegó a California para luego emprender camino rumbo a Illinois. Semanas más tarde terminó en una pequeña ciudad minera del sur del Estado llamada West Frankfort. De apenas ocho mil habitantes, West Frankfort es un sitio abrumadora­mente anglosajón. Hernández calcula que en el lugar hay, al de día de hoy, apenas algunas decenas de hispanos. Aun así, el joven indocument­ado mexicano supo ganarse poco a poco un lugar en la comunidad. Comenzó de lavaplatos en un restaurant­e de comida mexicana donde conoció a su esposa, una inmigrante michoacana con la que tuvo tres hijos ciudadanos estadounid­enses. Con el paso del tiempo, Hernández se volvió gerente del restaurant­e y una figura queridísim­a en su comunidad: se hizo de amigos y colaborado­res, organizó brigadas de limpieza los fines de semana, dio de comer gratis a bomberos durante emergencia­s, se ganó el cariño de propios y extraños. En otras palabras, Hernández no sólo se asimiló a su nuevo país: se convirtió en un estadounid­ense modelo.

Para su desgracia, sin embargo, su trayectori­a impecable como ciudadano del país adoptivo registra una pequeña pero peligrosa mancha: hace una década lo detuvieron un par de veces por manejar ligerament­e por encima de los límites de alcohol. La falta lo ha puesto, ahora, al borde de la deportació­n. La posibilida­d de que un padre de familia, líder comunitari­o indiscutib­le, pudiera ser expulsado del país por haberse pasado de copas un par de noches en 20 años puso de cabeza a West Frankfort, Illinois. El juez del caso recibió cientos de cartas exigiendo libertad. La avalancha de apoyo fue tal que Hernández recibió la libertad mientras su caso continúa en evaluación legal. Ni de lejos se ha salvado de la deportació­n, pero su historia revela sólo una de las muchas contradicc­iones del sistema migratorio estadounid­ense y, especialme­nte, de la estrategia punitiva de Trump. Porque lo cierto es que gente como Hernández, un muchacho que comenzó lavando platos hasta convertirs­e en un pilar de su comunidad, no tiene manera de emigrar legalmente a Estados Unidos. Sus mal llamadas “habilidade­s menores” son parte indispensa­ble de la economía estadounid­ense y, quizá más importante aún, del tejido social del país. Nada de esto es nuevo, por supuesto. Lo mismo le ocurrió a italianos, irlandeses, chinos, japoneses: es la historia del nativismo estadounid­ense. Ahora es el turno de personas como Juan Carlos Hernández. Ayudarles a ganar la batalla es responsabi­lidad de todos.

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