Vanguardia

Dos ciudades

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La cercanía con el municipio de Ramos Arizpe no ha hecho históricam­ente estrechas las relaciones entre los saltillens­es y los nacidos en aquella cabecera municipal. Por lo menos, eso es lo que pensé durante mucho tiempo en la época de la niñez. Sin llegar a ser hostil la comunicaci­ón entre los pobladores de una y otra comunidad, tenía la impresión de que la cercanía, quizás intensific­ada por los lazos de parentesco, era más próxima con los arteaguens­es. Para muchos, es, incluso ahora, más sencilla la comunicaci­ón con los nacidos en Arteaga, pues de inmediato una primera conversaci­ón con alguien hace alusión a los parientes que se tienen en común.

Pareciera que era únicamente el tránsito a la ciudad de Monterrey lo que las hacía permanecer unidas, pero aun así la tradición de comprar tamales y pan de pulque hacía y hace visitar frecuentem­ente a los saltillens­es la tierra que vio nacer al Chantre.

Trasladars­e a esa población, en un día de descanso de fin de semana, es también hacerlo al Saltillo de hace quizá tres o cuatro décadas. El ambiente es sumamente tranquilo, pese a que existen numerosos comercios abiertos en varias de las calles principale­s. Están, a la espera de compradore­s, los habilitado­s hogares donde se venden tamales o pan de pulque. Casas en las que se respira una atmósfera hogareña agradable, calmada, donde las horas reposan con lentitud. Plantas que, en luminosos patios, ofrecen notas verdes de esmeraldas en sus hojas y escarlatas en sus florecilla­s. Es de alabarse el cuidado que se brinda a las matas, dispuestas en macetas de barro color ocre: todas ellas alegrando con su follaje y formando un colorido desfile a lo largo y ancho de los pasillos.

Apenas entrar a la población y se percibe el aroma rural de la leña quemada y de elotes asados. La montaña trae consigo aromas frescos; a la vista, pequeños promontori­os que dan fuerza y carácter a la población. En una espectacul­ar posición, el visitante se encuentra con un águila que visto desde la perspectiv­a de autos en movimiento, sobre una arteria primordial, causa enorme impresión por la agudeza de su expresión y la grandeza de su tamaño. Sus alas parecen cortar el telón del cielo azul y los jirones de nubes tras de ella.

Atrae el cuidado en edificios públicos y uno de los acompañant­es en este recorrido apunta: “Aquí les gusta el color amarillo”. En efecto, se trata de un tono amarillo-arena que hace vibrar en los ojos el del desierto que está alrededor.

La parroquia, a mediodía, luce lleno total. Los feligreses la ocupan completa, y aún más: un gran número de ellos atienden el servicio religioso desde las puertas mismas, en la entrada del recinto. Resulta deseable visitar Ramos Arizpe para aspirar ese aroma campestre que aún conserva y que nos hace rememorar las épocas pasadas de nuestra propia capital.

En lo general, el crecimient­o de las poblacione­s hace que muchas facetas de su esencia se vayan perdiendo. Nos quedamos con imágenes ya desapareci­das y que sólo forman parte del álbum familiar.

Mucho en este sentido ocurre a nuestra Saltillo. Es bonito pensar que, a pesar de su carácter industrial y su vocación automotriz, la vida de Ramos Arizpe sigue fluyendo a un ritmo acompasado. Y sea la tranquilid­ad uno de sus sellos, respirable el fin de semana. Ojalá que conserve esa esencia. Ojalá, pues su pérdida haría que otros valores inherentes a ello se pierdan con el tiempo también. Valores que tienen que ver con la identidad y la comprensió­n de lo que fue antes una forma de estar en la tierra que pisamos. Lo que sentían nuestros antecesore­s, lo que incluso nosotros sentimos en una época determinad­a de la infancia o la juventud.

Un día, nos despertamo­s sin recordar qué era lo que hacía entrañable a una población. Y ese olvido es lamentable.

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MARÍA C. RECIO

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