Personajes inolvidables
Un maestro para la vida. Así de sencilla se resume la imagen en el recuerdo de quien, desde el primer día en el aula, inspiró tantos momentos mágicos que ya se sugerían y que después, gracias a su esfuerzo y cariño, fueron haciéndose uno a uno realidad.
El primero, o la primera, que alentó para garabatear las primeras letras y puso frente a los ojos el primer libro, estimulando la lectura. Vendrían después otros más que, en la misma línea del entusiasmo, ofrecerían relatos para las jóvenes mentes que se abrían al universo. Aquellos que inspiran, que mueven, que motivan, que a su profesión la distinguen con verdadera pasión. El maestro, se ha dicho –y bien–, es el que enciende una llama, es el que deja en sus estudiantes una huella imborrable, para siempre.
Un maestro es el que comprende que sus estudiantes a veces tendrán exclusivamente su aula como un motivo de escape de una realidad que se les presenta adversa. Es el espacio para la libertad, para el entendimiento, para el cultivo del conocimiento, para la comprensión del mundo y del otro, de aquel que está frente a nosotros mismos y a veces tan distante percibimos.
El maestro permite la variedad de opiniones porque comprende que tantos entendimientos hay, como alumnos en su clase. Aceptar el enriquecimiento mutuo es parte de la labor misma del maestro. Estar cierto de que la transmisión del conocimiento lleva una comunicación de ida y vuelta que retroalimenta a uno y a otro.
¿Cuáles son nuestros maestros favoritos? El que una mañana de primavera, con el sol del mediodía sobre el pizarrón del aula, uno a uno hace pasar al frente para hacer una lectura. En tercer año leer “de corridito” es para aquel catedrático una buena señal. Así, a todos, no importa el número de cuarenta y tantos en el grupo, impulsa a ello y les hace entender el texto que ha puesto, con confianza plena, bajo su mirada.
El maestro o la maestra que te acompañaron en jornadas extenuantes de básquetbol, en la derrota o en el triunfo, barriendo de lado a lado la cancha, para llegar, fatigados, a una clase de gramática y relatos de literatura. Para encontrarte con textos de la Revolución y sus personajes; de la Primera y la Segunda Guerra Mundial; para bucear en volúmenes y pesos; en las matemáticas, el álgebra, la química y la filosofía. La palmadita en la espalda, que ayuda más, mucho más, que una palabra hiriente.
El maestro que en la Universidad cuestiona ya sobre aquella pintura en la que una imagen religiosa es vulnerada, “intervenida”, estimulando la polémica entre los estudiantes. O aquel que entusiasmado presenta la obra de los grandes de la literatura y el periodismo: Balzac, Unamuno, Ernest Hemingway, Truman Capote, Oriana Falacci. Se emociona con la universalidad del tema; se conmueve ante un poema; se sostiene y te sostiene en la pregunta eterna sobre el devenir de la existencia del hombre.
Se dice –también con razón– que el maestro aparece cuando el alumno se encuentra listo. Y es que en este andar de ida y vuelta, la armónica relación entre ambos es fundamental para que el proceso se cumpla a cabalidad.
Se requiere de ambos. Indispensables la disponibilidad de uno y la aceptación del otro (y viceversa). De ahí en adelante, lo que seguro permanece en ambos son los mejores recuerdos y un aprendizaje, una enseñanza que no se olvidarán. Para siempre impresa en la memoria del corazón.
Es un momento de privilegio el entrar en contacto con los maestros que así se emocionan, pues su enorme entusiasmo contagia; su amor por el conocimiento, que para nada es pose, ofrece de ellos un gusto y una satisfacción que aparecen al instante.
Los maestros que cumplen cotidianamente con su servicio, con su vocación, con su entrega, con su sacrificio, y ponen en cada día el entusiasmo, merecen el respeto y el recuerdo permanentes.
Sus palabras, sus gestos de cariño y comprensión, se traducen en actos que el estudiante será capaz de replicar en el futuro, haciendo propios los mismos actos de afecto en una profesión que, ante todo, es una demostración de amor y un ejemplo de humildad.