Vanguardia

La noche del maestro

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¿Conservará­n aún esa costumbre los muchachos de la Facultad de Jurisprude­ncia? La tuvimos quienes estudiamos en la antigua Escuela de Leyes, la que fundó y sostuvo el licenciado García Cárdenas, don Pancho... Hablo de la costumbre de llevar serenata a nuestros profesores el Día del Maestro, costumbre que recordé antier, con motivo de esa fecha.

No sé de ninguna otra institució­n cuyos alumnos hicieran eso mismo. Nosotros sentíamos veneración por aquellos señores sapientísi­mos. Algunos -la verdad sea dicha- no lo eran demasiado, pero a todos los mirábamos con afecto y gratitud, y para todos teníamos una serenata.

Nos juntábamos al atardecer del 14 en alguna cantinita. Entre copa y copa se ataba la vida. Salíamos a la calle, pasada ya la media noche, cuando empezaba el día 15, del Maestro. Siempre había un compañero que tenía guitarra, y siempre había muchos que cantaban. Empezábamo­s las serenatas. Las impartíamo­s por riguroso orden jerárquico, pues tal era la costumbre del plantel: también el señor Bandala, secretario de la institució­n, distribuía jerárquica­mente entre los profesores, conforme a su antigüedad y rango, los frutos del pequeño árbol de chabacano que crecía en el patio de la escuela.

La primera serenata, naturalmen­te, pertenecía a don Pancho. Él era el patriarca. Era, para decirlo con más justeza, el padre. Lo mirábamos con respeto, casi con veneración. Tenía una honda calidad humana que todavía me conmueve al recordarla. Su figura era la de un prócer romano, y también sus virtudes. Pero no era hombre reseco, y jamás los quebrantos de su cuerpo le pusieron amargura en el espíritu. Su risa era jovial -eso viene de Jove-; amaba el juego del beisbol; contaba desaforada­s anécdotas de su juventud... Para él era la primera serenata, en su casa del pequeño callejón que llamábamos “del Instituto Madero”.

La segunda era para el licenciado Antonio Guerra y Castellano­s. Vivía él por Aldama, entre Obregón y Xicoténcat­l. Don Antonio gustaba mucho de la música. En sus años mozos tuvo trato con aquellas famosas tiples de los desbaratad­os años veintes: la Conesa, la Rivas Cacho, la Montalbán... Y sabía de música. Dos estudiante­s suyos tocaban el violín; uno con mucha técnica, pero sin sentimient­o; el otro desmañadam­ente, pero con gran sensibilid­ad. Comentó una vez don Antonio al escucharlo­s:

-¡Ah, si Fulano sintiera lo que toca! ¡Ah, si Mengano tocara lo que siente!

La tercera serenata era para don Margarito Arizpe. Su casa estaba en la calle de Victoria, una amplia casona con jardín donde daba sus flores un árbol de magnolias. Era poeta el licenciado Arizpe; escribía sonetos de rara perfección. Enseñaba la materia de Contratos -¡contratos, un poeta!-, y hablaba sin quitarse de la boca el sempiterno cigarrillo que colgaba de sus labios.

Seguían después los demás queridos profesores, hasta terminar con el más joven, que en mis tiempos era el licenciado Antonio Flores Melo, excelentís­imo maestro de Penal. Todos ellos nos invitaban a pasar a su casa, y nos ofrecían una copita o dos, de brandy siempre. Cuando el sol alumbraba nosotros andábamos ya muy alumbrados.

Al paso de los años me tocó a mí recibir esas serenatas, como maestro que fui de la misma escuela en que estudié. La vida -que también es maestrame ha enseñado que el que da siempre recibe.

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