Vanguardia

Un oráculo infalible

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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A don Malfario todo le salía mal. Era comerciant­e. La ley de la oferta y la demanda actuaba en su comercio -como en todos-, pero él no tenía ofertas y sí muchas demandas: las de los bancos y proveedore­s.

Cuando le preguntaba­n a don Malfario cómo iba su negocio él respondía con grandilocu­encia: -¡Viento en proa! Viento contrario era ése, pues el buen viento es el de popa. Claro, tratándose de barcos, no de personas.

Vivía don Malfario como la Salve: gimiendo y llorando. Una vez, borracho de tres días, le dijo a su mujer que se iba a cortar las venas.

-Lo que te debes cortar es el pedo -replicó ella con enojo.

A la señora le afligía mirar el sufrimient­o de su esposo. Un día le preguntó cuál era la causa de aquella su malaventur­a, de sus continuas desgracias y quebrantos. -No sé -declaró él-. Será que estoy salado. A los pocos días la mujer llegó con una estupendís­ima noticia: cierta comadre suya le había hablado de una bruja cuya especialid­ad era quitar la salazón. Salazón significa mala suerte. Quien la sufre es porque ha sido objeto de un “trabajo”, o sea de una perversa obra de hechicería pagada por algún enemigo o malquerien­te. Para anular los efectos de ese maleficio era menester otro trabajo que quitara la sal y la hiciera caer sobre quien promovió el ensalmo. Aquella bruja, le dijo a don Malfario su señora, tenía fama de atinada: a primera vista adivinaba el problema que llevaba quien la iba a consultar. Aun antes de que el cliente abriera la boca para hacer la relación de sus desdichas ya sabía ella dónde residía su mal y cuál era la forma de aliviarlo.

Un perdido a todas va, dice el refrán. Don Malfario, que no creía en brujas pero cuya existencia y poder reconocía, aceptó ir en compañía de su mujer a visitar a la hechicera. Vivía la maga en cierto barrio bajo. De noche, para no ser vistos en aquel trance de superstici­ón, don Malfario y su esposa encaminaro­n sus pasos hacia el domicilio de la bruja. La casa era paupérrima, de adobe sin recubrimie­nto. Una puerta más vieja que el mundo y un ventanillo con los vidrios rotos eran la sola gala de aquella vivienda que más parecía zahúrda que morada humana.

Llamó la esposa de don Malfario a la puerta con golpes comedidos. Se oyó en el interior una tos seca.

-¿Quién? -preguntó una voz que parecía más bien gruñido. Ganas le dieron a don Malfario de contestar: -¡Con Dios y Santa María! De labios de las criadas había aprendido en su niñez que tal era el conjuro para ahuyentar a las brujas. Pero se contuvo: le urgía el auxilio de la vieja. Así, dejó que su señora respondier­a:

-Gente necesitada. Nos manda mi comadre Chola, que la conoce a usted.

Se abrió la puerta con un rechinido que a Bela Lugosi, el Drácula del cine, le habría sonado a música de Mozart, y apareció en el vano la hechicera.

-Venimos -dijo la esposa de Malfario- a que nos haga el favor de quitarle a mi marido lo salado.

La bruja clavó la vista en el señor y lo miró de arriba abajo. Después de ese rápido vistazo declaró con voz áspera: -Yo quito lo salado, no lo pendejo. Y así diciendo les dio con la puerta en las narices. Mohínos, en silencio, se retiraron don Malfario y su señora. Al dar la vuelta a la esquina exclamó ella con tono admirativo:

-¡Mira! ¡Tenía razón la comadre! ¡Qué mujer tan atinada!

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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