Café Montaigne 26
El viaje interior como fuente de creación, que ha movido a muchos pensadores a lo largo de la literatura, puede ser utilizado como un camino de resistencia a la modernidad Rutinas. Somos hombres, animales de rutinas. O costumbres. Como guste usted definirlo. Rutinarios. Muchas cosas las hacemos de manera rutinaria y acaso mecánica. Estas acciones sin acción las hemos incorporado día con día en toda nuestra existencia hasta hacerlas nuestra vida misma. Tengo una rutina vital en las mañanas. De hecho, tal vez sea del día cotidiano lo que más atesoro. Me levanto, enciendo mi aparato de sonido, escucho algo de música clásica. Por estos días, una “Fantasía”, la número 116, de Johannes Brahms, piano y orquesta. El almuédano suena y me reconforta. Luego, inmediatamente pongo a hervir mi cafetera. Escurre la primera taza del aromático café y dan ganas de vivir. Lo siento recorrer mi tráquea, mi gaznate seco. El líquido caliente y amargo me otorga una extraña sensación de placer. Placer efímero, vaya, pero, al final de cuentas, placer.
Luego vendrán las aventuras alrededor de mi escritorio y en mi habitación. Recorro la cortina de la buhardilla y oteo el horizonte. Hojas de árboles azotados por el viento. Los camiones urbanos, los autos en su febril y loca carrera hacia decenas de destinos posibles, viajes de prisa tal vez hacia la nada. Bueno, a cumplir compromisos, el trabajo, los niños, la comida, la escuela, el viaje incesante sin pausa. Antes trataba de viajar lo más lejos posible, el punto opuesto en las coordenadas. Hoy, y desde hace un buen tiempo a la fecha, sólo practico la rutina del viaje interior. Las aventuras que suceden alrededor de mi escritorio y osándome en una especie de epopeya homérica, en ocasiones me atrevo a ir al extremo de mi habitación.
Es lo que llamó el poeta griego Odysséas Elýtis, “Avante despacio”. Mojando su pluma en su cultura helénica y marítima, este deletrea: “Mi gran piélago son 5 ó 6 mil palabras. Y mi nave un espacio de aproximadamente quince pasos de largo que asciende y desciende sin cesar…”. Cuento mis pasos, los ando y desando para escribir este texto. Son 7 de frente, 5 de un lado a otro. No más. Esta es mi nave y el derrotero y aventuras lo marcan las palabras y el lenguaje. Nada es nuevo. Este viaje interior ha existido siempre. No el cruzar mares ahítos de monstruos y serpientes gigantescas, no ascender al pico de la montaña o cerro más alto, sino acceder a la sima de uno mismo. Lo dijo Ralph Waldo Emerson, “no te busques fuera de ti”. Otros dos protagonistas de la literatura norteamericana tomaron lo anterior como divisa. Incluso, Emerson fue contemporáneo de Walt Whitman y la otra, la poetisa quien viajó y buceó dentro de ella misma, la cual nunca abandonó las paredes de su residencia, Emily Dickinson.
ESQUINA-BAJAN
¡Caray con el mazo de naipes deletreados atrás: Elýtis, Emerson, Whitman, Dickinson! El griego, en su ensayo y texto arriba citado, remienda de tajo la plana y apuesta todo en un tiro de palabras en su cubilete: “Tal vez es designio de Dios que el poeta no tenga lugar en ninguna parte. Que se encuentra siempre con las máquinas en marcha y levada el ancla. Como, sin saberlo, hice yo, que de puerto en puerto he llegado hasta aquí…”. ¿Lo notó? Este avante despacio es la morosidad y construcción del lenguaje convertido en un poema, un ensayo, un artículo periodístico, una prosa de intensidad. Y no se necesita entonces de navegar ni andar osado en una geografía hostil o en la mar embravecida para sentir los miles de acicates y puntillas que la lluvia torrencial al precipitarse lacera nuestro cuerpo.
El viaje interior se muestra entonces como un camino de resistencia, un conocimiento personal y espiritual contra el turismo desbocado de los ejecutivos millonarios o del aburguesamiento de señoras y señores con sobradas tarjetas de crédito, pero escasa capacidad para estar consigo mismos. No cuento aquí a los Millennials. La pantalla plana los tiene exprimidos de sesera y visión. Ni siquiera goce pasivo ya, menos experiencia, no; sino enajenamiento ante una cultura visual emparentada con la basura. Afásicos. Con esta generación se ha perdido o se va a perder del todo, soy fatalista, el lenguaje de la tribu. El fabular, el cantar, el contar, el tejer historias.
“Sus órganos sensoriales, en estado permanente de hipotermia, son incapaces de transformar la fuente de estímulo en imagen que proporcionalmente se refleje en el espíritu…”, nos advierte el poeta griego en su recua de pensamiento y palabras con un alto contenido proteico para la edificación de un discurso huracanado. Soy hombre de rutinas. O costumbres, como guste usted definirlo. Y desde años atrás he venido construyendo, edificando, escribiendo sobre papel italiano con pluma fuente o lápiz Faber-castell, estas andanzas y aventuras que suceden en mi escritorio y hoy usted lee.
LETRAS MINÚSCULAS
Café y viajar. Gran combinación. Regreso de las aguas tempestuosas de una mar picada en mi escritorio. Regreso a la placidez de mi cama. Escampa.