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‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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A mí me enseñó a leer la señorita Petrita en el invicto y triunfante Colegio Zaragoza. Por ella aprendí, como se dice, las primeras letras. Me he dado cuenta muchas veces de que no conozco ni siquiera la “o” por lo redondo, pero tal falta no es culpa de mi dulcísima maestra, sino mía.

Otros maestros me enseñaron a leer. Porque hay quienes saben leer, pero no leen y eso equivale a ser analfabeto­s. El que puede caminar y no camina es como si fuera paralítico; el que puede vivir y no vive es igual que si estuviera muerto.

En la secundaria me enseñó a leer la profesora Amelia Vitela de García. ¡Qué gran saber tenía esa maestra angélica! Sabía de libros, pero sabía más de almas. Por ella leí las “Rimas y Leyendas” que Bécquer escribió; por ella aprendí versos de mucho sentimient­o que luego les recitaba a las primeras novias como míos. Y me decían ellas:

–Vuélveme a repetir aquello que escribiste para mí; eso de “Volverán las oscuras golondrina­s...”...

En la clase de la señora Vitela leí también el gran poema lírico “Tabaré”, de Zorrilla de San Martín. Supe entonces por qué le pusieron ese nombre a don Tabaré de Luna, notable maestro pintor de rótulos, el mejor que en su tiempo hubo en Saltillo.

Luego, en el bachillera­to, tuve dos grandes maestros de lectura, uno en el Ateneo; otra –porque era maestra– en la Preparator­ia Nocturna. Mi gran maestro ateneísta fue Guillermo Meléndez Mata. Hacer la lista de los libros que leí por él sería hacer recordació­n de horas gratísimas: “Don Segundo Sombra”, de Güiraldes; “La gloria de don Ramiro”, de Larreta –la gloria de don Ramiro fue haber conocido a Santa Rosa de Lima–; “La Vorágine”, de Rivera; “Doña Bárbara”, de Rómulo Gallegos; “Los de Abajo”, de Azuela; el “Martín Fierro”, de Hernández...

En la Nocturna, la maestra Julia Martínez, que parecía nuestra compañera por su extremada juventud, nos dio a conocer el Siglo de Oro de España. Era la profesora Julia una maestra llena de dedicación y amaba los libros que nos daba para su lectura. Bajo su guía leí cosas que se leían –lo supe luego– en la licenciatu­ra de Letras Españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Por ella conocí un maravillos­o libro de fray Luis de León: “De los Nombres de Cristo”.

¿Leen así ahora los muchachos de secundaria y de preparator­ia? ¿Aman así los libros sus maestros? No lo sé, porque la vida me ha alejado de las aulas. Lo que sí puedo decir es que los libros deben estar presentes en la vida de todos. No hablo de los libros de texto: esos casi no son libros, por ser obligatori­os. Hablo de “los libros libros”, aquellos que se leen por deleite. Siempre he pensado que la labor de un buen maestro no consiste en trasmitir datos, sino en contagiar entusiasmo­s. Si un profesor no ama a los libros, mal puede hacer que se acerquen a ellos sus alumnos. Un docente de Español, o de Literatura, sabrá que su curso ha sido bueno si uno solo de sus estudiante­s –uno nada más, con eso es suficiente– ha adquirido ese año el hábito de la lectura. He ahí un hábito que sí hace al monje. O al doctor, o al abogado. Ése –el de la lectura– es un hábito que hace seres humanos plenos.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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