Vanguardia

A PROPÓSITO DE MANZANAS Y AVES

- CLAUDIA LUNA FUENTES claudiades­ierto@gmail.com

“Pero quita muy bien el pedazo que picoteó el ave”, dice mi madre a través del teléfono.

Le he contado que las manzanas maduras son picoteadas por hambriento­s pájaros y palomas. El calor ha sido intenso y llegan al pequeño jardín persiguien­do manzanas y ciruelos. Me dice que quién sabe qué virus traigan las aves si vienen de lejos, así que le digo que no se inquiete, quitaré lo necesario. Yo, nunca dejaré de ser una hija. Ni ella, mi madre. Ni las aves, mis parientes lejanos. En algún punto de la evolución, mis huesos se volvieron brazos y los suyos, alas. Así que los seres alados y yo nos turnamos los frutos. El color de las manzanas varía: es verde puro o verde y sonrosado, su sabor es intenso, un poco ácido. Lo mezclo con yogur, avena y miel y agua. Hoy por la mañana volví a ver a la paloma de collar blanco sobre el jardín. Abrí la puerta y se asomó entre el plumbago y el granado. Dio un paso, sus ojos como puntos negros expandidos ubicaron mi figura y se quedó inmóvil. Supe que intentaba, de nuevo, pasar desapercib­ida. Lo que hago es regresar adentro. Ambas lo sabemos. Cierro la puerta y entonces veo como se desplaza tranquila, picotea el suelo en donde ayer dejé caer otra mezcla: restos de yaca, betabel y tortillas de maíz en trozos. Pienso en que me gusta compartir las manzanas y los ciruelos con ellas. Finalmente ambos hacemos distintas tareas para que el árbol, en toda su energía, prosiga: el ave consume y dispersa semillas, le quita algunos insectos y yo solo le doy agua. El resto lo hace la tierra y sus minerales. Y el árbol hace lo más por nosotros: regula la temperatur­a y purifica. Al atardecer los cantos de distintas especies se esparcen por el jardín y por el resto de los jardines vecinos que sí han decidido conservar algo de dignidad, al considerar a los árboles como algo valioso que refresca o al menos, como algo ornamental. Como a muchas personas, una vecina no avisó que dejáramos cuencos de agua para que las aves bebieran. Así que allí está un molde de cerámica blanco lleno de agua, que antes usé para hornear un pavo. El sol intenso se ha proyectado por semanas, junto a contrastan­tes días de luz anaranjada que tamiza casas, árboles, aves y el cielo todo, dando una atmósfera irreal ¿así será vivir en Marte? Ayer apenas llovió con abundancia en algunos puntos de la ciudad. Y era tanta la sed de la tierra que hoy no quedan casi rastros. Hablo aquí solo de las cosas utilitaria­s, de comer, regar y mirar. Pero de lo que las aves despiertan en mí, habría qué sembrar un huerto de plumajes, de ojos y sonidos, de lánguidos movimiento­s y de cuencos de hierba donde los huevos de las aves brillan. Habría de sembrar una noche de sueños de vuelo. Cuánta gracia, cuánta luz que desde el cielo, llega al suelo. Habría qué poder compartir con ellas un desayuno con sonido de huesos, y escuchar sus opiniones sobre las aves que con gusto he devorado; sobre los restos de cuerpos humanos en los tiraderos que ellas también han degustado. Ellas, luminosas y primordial­es, sacan sus óvulos fecundados al mundo, yo los guardo adentro de mi cuerpo. Esta es la carta que envío a un amigo, y él lo sabe, a quien me une la vida, las alturas minerales y el polvo.

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