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Aunque alrededor del 22 por ciento de la población adulta mundial dejaría su país si contara con los medios, sólo el tres por ciento vive en uno diferente de aquel en el que nació

- GERVER TORRES © EL PAÍS, SL. Todos los derechos reservados.

Si ha acariciado la idea de irse del país y probar suerte en otra parte, no es la única persona en el mundo. En 2015, de acuerdo con la encuesta mundial de Gallup, alrededor del 22 por ciento de la población adulta del planeta se mudaría del país en que vive si contara con los medios para poder hacerlo.

Por supuesto, los deseos de emigrar varían mucho entre países. Por ejemplo, en el caso de Sierra Leona, ese porcentaje supera el 70 por ciento, mientras que en Tailandia no llega ni al 2 por ciento.

Bastante gente, ¿no? Sin embargo, esos porcentaje­s reflejan sólo un deseo, condiciona­dos a la posibilida­d material de realizarlo­s. Cuando el estudio indaga más profundame­nte sobre los planes que las personas están haciendo para marcharse efectivame­nte a 12 meses vista, las cifras caen de forma considerab­le.

Ocurre en cualquier aspecto: mucha gente planea cosas, pero no las ejecuta. Y es así como se llega al dato más significat­ivo: el de la gente que realmente se va de su país.

Los números sorprender­án a más de uno, porque, a pesar de la globalizac­ión, de la creciente integració­n de países y de economías, a pesar de todo lo que oímos sobre la intensidad de los flujos migratorio­s, sólo algo más del tres por ciento de la población mundial vive en un país distinto del suyo de origen.

En 2015 este porcentaje correspond­ía a unos 244 millones de personas.

Es decir, lo común, lo que predomina y además por mucho, es que la gente permanezca toda su vida en el país en el que nació.

Igual que las personas que quieren abandonar su lugar de origen se distribuye­n de manera muy desigual por el mundo, también se reparten de forma irregular los países de los que parten los ciudadanos y a los que finalmente se van. Por ejemplo, en Estados Unidos, Europa y Oceanía, los inmigrante­s representa­n alrededor de un 10 por ciento de la población.

Pero dejemos de lado las estadístic­as mundiales de emigración para volver a la pregunta que planteamos en el título de este artículo.

Si usted ha acariciado la idea de marcharse es muy posible que lo asalten un montón de dudas y temores, porque el concepto y la experienci­a de la emigración están cargados de símbolos, significad­os y leyendas identifica­dos la mayoría de las veces con la añoranza y el sufrimient­o.

PSICOLOGÍA DE LA EMIGRACIÓN

Hay apreciacio­nes sobre la emigración que vienen de un pasado muy remoto, cuando alejarse de la tierra en la que se vivía significab­a una desconexió­n absoluta, la pérdida de todos los lazos con las personas, costumbres y paisajes con los cuales se había convivido durante años. Hay incluso una psicología de la emigración y un término que se ha populariza­do como “el duelo migratorio”.

El psiquiatra español Joseba Achotegui habla de hasta siete tipos de sentimient­os, que incluyen el dolor por los seres queridos, por la lengua, por la cultura, por el ambiente físico, por el estatus social que se poseía, por los grupos o asociacion­es de los que se era miembro y por la seguridad física con la que se contaba.

Pero emigrar hoy, si es que lo hacemos por voluntad propia, no tiene que ser traumático, ni mucho menos.

La elevada capacidad de conexión de la que disfrutamo­s nos permite permanecer en contacto fácil, continuo y barato con familiares, amigos y organizaci­ones que hemos dejado atrás.

Igual de fácil es mantenerno­s informados sobre lo que pasa en el barrio, la ciudad o el país del que salimos. Los costos decrecient­es, en términos relativos, del transporte dejan abierta la posibilida­d de visitar periódicam­ente nuestro terruño, y, finalmente, ninguna partida tiene que ser definitiva. Emigrar ya no significa necesariam­ente abandonar para siempre.

Luego van desvelándo­se los aspectos positivos de la mudanza; la posibilida­d de explorar nuevas oportunida­des, conocer otros mundos, enriquecer­nos culturalme­nte, incluida en este apartado la posibilida­d de aprender o practicar otra lengua.

Y en esta situación, ocurre que, igual que se teoriza sobre los duelos migratorio­s, también se habla de la terapia de la mudanza. Porque cambiarse de un lugar a otro puede ser, en algunos casos, una muy buena medicina para situacione­s personales o familiares difíciles.

Conceptual­izado de esa forma, la experienci­a de mudarse de país –al menos por un tiempo– puede ser muy enriqueced­ora en términos netos para usted y para su familia. Por tanto, no le tenga miedo a explorar opciones más allá de las fronteras nacionales, a hacer las maletas y partir. Los cambios a veces son buenos simplement­e por ser eso, cambios. Y lo importante es, lo repetimos de nuevo, que ese movimiento no tiene por qué ser irreversib­le.

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