Vanguardia

Plaza de almas

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Era una estatua, sobrino; una estatua. Cuerpo más perfecto de mujer no he visto nunca, y estoy seguro de que tú nunca verás en tu vida algo parecido, pues tus alcances son más cortos que los míos, y tu suerte es mucho menor. Cuando la conocí ella tenía 18 años y yo 20. Ahora soy un viejo, y ella, si vive todavía, será una anciana. Si por azar nos topáramos en una calle no nos reconocerí­amos. ¡Ah, el tiempo! Es el peor médico para el cuerpo y el mejor curandero para el alma. A veces le digo a mi corazón: “¿Por qué si yo tengo 70 años, tú te empecinas en tener 21?”. Y es que al paso de una mujer hermosa todavía me camina más aprisa. La miro en el recuerdo –hablo de aquella estatua que te dije– y doy gracias a Dios por haberla tenido en mi vida aunque haya sido por unas cuantas noches. (Los días del amor han de contarse por noches). Era pequeña; en el momento del amor se me perdía en los brazos. Y era una real belleza. En ocasiones sentía yo más ganas de contemplar­la que de poseerla. Y es que entonces era yo un poco artista, cosa que desgraciad­amente ya se me quitó. Los méndigos años te quitan las cosas buenas, no las malas. O son muy pendejos o son muy cabrones. Tiendo a pensar que son mas lo segundo que lo primero. Debo decirte la verdad, sobrino. Aquella estatua era una estatua. Quiero decir que la muchacha era fría, fría como la perfección. Yo me considerab­a un excelente amante, pero con ella fallaban todas mis destrezas. Mientras la poseía, ella canturreab­a la tonada de moda, o se revisaba la pintura de las uñas. Yo, en el arrebato de la pasión, repetía su nombre: ‘¡Mari! ¡Mari!’. (Se llamaba María Rosa). Y ella, en vez de exclamar: ‘¡Felipe! ¡Felipe!’, respondía con displicenc­ia: ‘¿Qué?’. Cuando eso sucedía me daban ganas de matarla, créeme. Claro, después de terminar. Una tarde me presentó a su prima Gloria. Era feúcha la pobrecita Gloria, desgarbada y sin ninguna gracia. Y era tímida, quizá por lo mismo. Jamás había tenido un pretendien­te. No sé qué fue lo que me hizo moverle el agua. Aceptó de inmediato mis avances, no sé si por el asombro de verse cortejada o por tomar venganza de la belleza de su prima. Necesité sólo una semana para llevármela a la cama. Y entonces el asombrado fui yo. Pasadas las reservas iniciales –era virgen– Gloria se volvió una cortesana. Tenía el instinto del sexo; una intuición extraordin­aria para dar y recibir placer. No necesitaba guiarla: ella era quien me guiaba a mí por caminos que yo ni siquiera conocía. En ocasiones, Gloria sorprendía un gesto de interrogac­ión mío ante una nueva y audaz voluptuosi­dad suya, y me decía a modo de explicació­n, sin detenerse: “Es que te quiero”. Luego me sucedió algo extraño. Cuando estaba con Gloria, ardiente pero fea, cerraba los ojos y pensaba en Mari. Y cuando estaba con Mari, hermosa, pero fría, cerraba los ojos y pensaba en Gloria. Gozaba al mismo tiempo la pasión de Gloria y la belleza de Mari. Dicen, sobrino, que el amor es misterioso. Has de saber que el sexo es más misterioso aún. Por eso tiene tantas variantes y rincones tan oscuros. Yo fui feliz con Gloria y con Mari. Con Marigloria debería decir, o con Gloriamari, pues de las dos mujeres hice una. También en eso hay arte, sobrino. Las dos estaban enteradas de que yo les hacía el amor a ambas. Mari me preguntaba al hablar de Gloria: “¿Por qué?”. Y Gloria me preguntaba al hablar de Mari: “¿Quién es mejor?”. A Mari le respondía: “No sé”. A Gloria le contestaba igual: “No sé”. Se necesita arte para dar respuesta a las preguntas de las mujeres. Y en ese tiempo, como te dije, yo era un poco artista. Desgraciad­amente ya se me quitó… FIN.

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