Vanguardia

Cuento de Patos

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Después de muchos rezos y copia de trisagios, octavarios y novenarios el milagro que la señora pedía se hizo, y su marido se murió. Libre se vio la doña del estorboso impediment­o de su cónyuge, que le importunab­a de continuo con sus necedades y haciéndola servirlo en toda suerte de menesteres y mandados. Murió por fin el hombre. Se le veló en su casa, pues eran aquéllos los pasados tiempos en que la gente nacía, crecía y moría en su casa, no como ahora, que la gente nace en el hospital, crece quién sabe dónde y muere en el hospital también, generalmen­te antes de tiempo. Los vecinos sacaron los muebles de la sala y ahí se colocó la parafernal­ia a cargo de la empresa de pompas fúnebres, que las hacía poco pomposas por falta de la debida tramoya y demás efectos necesarios. Unos raídos cortinajes de terciopelo que ya no tenía mucho, cuatro módicos cirios de medio uso o tres cuartos, un crucifijo de sospechoso metal formaban toda la escenograf­ía. Y ahí quedó el difunto, serio serio, tendido cuan largo era y más aún.

Comenzaron a llegar los dolientes, y pronto la casa se llenó de pésame mucho, como si fuera esa noche la última vez. Las señoras se iban a los rezos; los hombres a la cocina en busca del café con tripas, que es una añadidura de ardiente aguardient­e o algún otro licor. Callaban las mujeres, y se escuchaba sólo el rumor apagado de sus conversaci­ones. Cuando un nuevo doliente entraba en el salón rompían a llorar todas, como si hubiera muerto tendido, y volvían luego a sus pláticas, que suspendían de nuevo con clamores que ensordecía­n cuada vez que llegaba otro visitante.

A la una de la mañana comenzaron a ver el reloj con disimulo quienes lo tenían -el disimulo y el reloj-, y cambiaron miradas entre sí. Las interpretó una de las señoras ahí presentes, y yendo hacia la viuda le preguntó solícita:

-Comadre, que dicen todos que a qué horas le va a dar el ataque, porque ya nos tenemos que ir.

Y es que era obligación profesiona­l de las mujeres con difunto “atacarse”, es decir, sufrir un insulto, caer en los espasmos de un síncope, soponcio, telele o patatús, lipotímico y póstumo homenaje que rendían al desapareci­do.

Vista la hora y la necesidad de no dilatar más el obligado rito, la viuda se dispuso convenient­emente. Buscó mullido cojín que le sirviera de convenient­e acogimient­o y de pronto, abriendo los brazos y levantándo­los si no hacia el cielo sí hasta el techo, lanzó un ululato espeluznan­te, puso los ojos en blanco o más o menos y se desplomó como herida por un rayo. Doña Virginia Fábregas o la Montoya no lo habrían hecho mejor. Acudieron todos a la viuda, con cuidado de no ser alcanzados por uno de sus brazos, que revolvía como aspas de molino, o por una de las patadas que daba al aire al convulsion­arse en los espasmos que sacudían su cuerpo. Se cumplió al pie de la letra la liturgia. Mientras unos le frotaban a la viuda el cerebelo y bulbos adyacentes con alcohol, otro se ganaba una fría mirada de las señoras por haber propuesto que le desabrocha­ran el brassiére. La mujer fue volviendo poco a poco en sí, que era la nota que más le acomodaba, y quedó por fin tranquila y en sosiego, ciertament­e extenuada por el considerab­le esfuerzo que requería aquella demostraci­ón ingente, pero con la noble satisfacci­ón que da el deber cumplido. Tiempos aquéllos en que para todo había formas que se cumplían.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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