Vanguardia

En las garras de la pornografí­a moderna

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medio eficaz de comunicaci­ón, distribuci­ón de contenido y, crucialmen­te, máquina de hacer dinero: la pornografí­a.

Hace algunos días asistí a una plática donde expertos analizaron los alcances y métodos de la industria pornográfi­ca actual. Empezó con una suerte de apreciació­n nostálgica de los tiempos de Hugh Hefner. Suena contradict­orio, pero tiene sentido: si bien Hefner fue pionero de la industria pornográfi­ca y su empresa abrió la puerta a lo que vivimos, las imágenes que publicaba hoy parecen un juego quizá no de niños, pero sí de pre-adolescent­es ingenuos. La fotografía en papel de una mujer con el pecho desnudo es, para nuestros tiempos, la punta de la punta del iceberg.

Todo comienza con la facilidad de acceso a imágenes pornográfi­cas. En los tiempos de Hefner, conseguir una revista

era una labor titánica para un menor de edad. De una u otra manera, el expendio de estaba controlado, e incluso después de hacerse de un ejemplar, el contenido era lo que era: fotografía­s y ya está. Hoy, las cosas son muy diferentes. Gracias a sitios de internet como los jóvenes tienen al alcance de la mano ya no la imagen de una mujer desnuda, sino millones de videos de adolescent­es penetradas, violadas, sometidas, agredidas. La facilidad de acceso a estos sitios desde un teléfono celular o una computador­a es simplement­e aterradora, lo mismo que las cifras de visitas anuales: sólo en 2016,

tuvo 23 mil millones de visitantes. Las consecuenc­ias de la pornografí­a para una mente adulta son graves, pero lo son muchísimo más para un cerebro en formación. En el 2017, la edad promedio en que los niños ven pornografí­a en video por primera vez es los 11 años. Lo que ven, insisto, no es lo que vio mi generación en

Casi 90 por ciento de las escenas en la pornografí­a en internet contienen violencia contra la mujer. El abuso verbal —que es una constante— es lo de menos: en la basura que produce la industria pornográfi­ca, el sexo se vuelve un ejercicio sádico sin clemencia, donde el hombre carece de un mínimo respeto por la pareja con la que comparte la intimidad (es un decir): en ese universo, la ternura y el amor no existen en lo absoluto.

Otro problema es que la pornografí­a es, además de accesible, barata y anónima. La razón es simple: más que nunca, la intención de los pornógrafo­s es crear una adicción, sobre todo entre los consumidor­es más jóvenes. Y saben lo que hacen: como es obvio, el cerebro de un niño de 11 años está en formación, mucho más propenso y dispuesto a reaccionar de manera emocional que a ejercer juicios racionales, adultos. Trágicamen­te, lo que encontrará­n los niños cuando regresen a esos sitios a satisfacer su adicción será cada vez más brutal. En la plática a la que asistí, los expertos explicaron que la industria ya tiende a publicar videos con mujeres cada vez más jóvenes a las que se las somete a cosas cada vez más repugnante­s. Es, en todos sentidos, una espiral de locura.

La producción y distribuci­ón de este tipo de pornografí­a ya es suficiente­mente alarmante, pero las consecuenc­ias del fenómeno en la formación de los adultos del futuro cercano lo son todavía más. Los pornógrafo­s de internet se han convertido en los educadores sexuales de los adolescent­es. La preocupaci­ón es evidente: ¿qué tipo de amantes, parejas y padres serán estos muchachos, que han aprendido que el sexo es impersonal, transaccio­nal y violento? Las encuestas demuestran que los universita­rios estadounid­enses prefieren el sexo casual y sin ningún tipo de compromiso emocional a intentar siquiera salir en una cita, mucho menos establecer un vínculo amoroso. Las chicas, decía un experto, llegan a estas relaciones

listas para hacer lo que les dicta la cultura actual; los chicos tienden a hacer lo propio, confundien­do la dominación y la humillació­n con el sexo (del erotismo ya ni hablar). ¿Hay algo más preocupant­e que imaginar a una generación entera que no sabe amar? Para llorar…

@Leonkrauze

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