Fíats de fin de sexenio: la historia recurrente
La historia se repite de manera puntual cada fin de sexenio: el Ejecutivo envía al Poder Legislativo un listado de personas a quienes se pretende otorgar un fíat notarial; el Colegio de Notarios “se queja” públicamente de que ya son demasiados fedatarios en Coahuila y en la tribuna parlamentaria se aprovecha el tema para recrear las confrontaciones partidistas.
Al final, por lo menos hasta ahora, las voces discordantes se han limitado a ejercer “el derecho al pataleo”, pero quienes aparecen en la lista de beneficiarios terminan adjudicándose el fíat e incorporándolo a su patrimonio.
¿Qué hay detrás de la cíclica discusión relativa a la “excesiva discrecionalidad” con la cual se otorgan los fíats, o el señalamiento sobre el aparente número excesivo de fedatarios públicos en la entidad?
Desde la perspectiva de quienes han sido autorizados a ejercer la fe pública, lo único que puede percibirse en su actitud es la defensa de un “mercado” que, al menos en teoría, se abarataría debido a la competencia, razón por la cual se suscriben a la idea de que exista una relación aritmética entre el número de notarios y la población de la entidad.
Desde la perspectiva de los ciudadanos, realmente no puede hablarse de ningún perjuicio por el hecho de que se incremente el número de notarios públicos, sino exactamente al revés: el obligarles a competir por el mercado podría beneficiar al público.
Es evidente, sin embargo, que existe una disputa conceptual respecto de la forma en la cual debieran otorgarse las autorizaciones para ejercer la actividad y que dicha disputa debería ser zanjada, sobre todo con el propósito de democratizar el acceso a dicho mercado.
Como en cualquier otra área del servicio público, el hecho de que exista un excesivo margen de discrecionalidad para la asignación de fíats notariales constituye una mala idea y por ello valdría la pena que se emprendiera con seriedad un proyecto de reforma en este sentido.
En esa ruta, y con el propósito de zanjar en definitiva la discusión, lo ideal sería que el ejercicio de la fe pública se liberalizara, es decir, que a partir de reglas precisas –preferentemente estrictas, desde luego– todo aquel abogado que demuestre contar con las aptitudes para ser notario sea automáticamente autorizado para ello, sin necesidad de mayores trámites.
Al respecto es conveniente recordar que ésta es, en realidad, una actividad pública, es decir, una que el Gobierno está obligado a proveer a los ciudadanos pero que por “comodidad” –y en buena medida porque se ha hecho una costumbre– se ha delegado en particulares.
Tal delegación, sin embargo, ha obrado históricamente en perjuicio de los ciudadanos, pues los servicios notariales son percibidos como un “negocio” que, sin duda alguna resulta atractivo, a juzgar por el número de abogados que, sexenio tras sexenio, buscan incorporarse a dicho contingente, pese a los reiterados señalamientos en el sentido de que ya son demasiados.
Por ello, a la hora de zanjar la discusión lo que debiera privilegiarse es el interés del público, no de quienes ejercen la fe pública como un negocio.
El excesivo margen de discrecionalidad para la asignación de patentes notariales es una mala idea y valdría la pena que se emprendiera un proyecto de reforma en este sentido