Vanguardia

Cuando el miedo es más fuerte que los golpes

UNA REALIDAD DE TODOS LOS DÍAS Socorro ha soportado más de una golpiza, pero perdona a su verdugo por temor a que la vuelva a azotar

- KARLA TINOCO #VIOLENCIA

Un sábado por la tarde, Socorro sacó debajo de la cama una pequeña maleta en la que echó la ropa de sus 3 hijos de 11, 9 y 4 años. Agarró valor después de que unas horas antes su esposo la azotó contra el refrigerad­or, le propinó unos puñetazos en uno de sus pómulos, mientras le reclamaba en qué se le iba tanto dinero, que no se había casado con un banquero.

Ella se encargaba de la administra­ción y limpieza del hogar, de cuidar a los niños, enviarlos a la escuela, hacer la tarea con ellos y recién le habían dado la cooperativ­a de la primaria en que estudiaban, a unas cuadras de su casa.

Él, trabajaba como obrero en la construcci­ón. A veces eran fraccionam­ientos, puentes, carreteras, edificios o residencia­s. El trabajo variaba, unas semanas en la ciudad y otras tocaba salir a los pueblos o municipios serranos, lo único seguro es que recibía su “raya” (sueldo) todos los sábados al medio día.

Uno de esos días, Fernando — su marido— salió de trabajar y como cada semana al medio día llegó al expendio de cerveza que está en la esquina de su casa y compró tres caguamas. Se puso a platicar con sus cuates y después armaron una “pica” de futbol.

Socorro estaba desesperad­a en casa. Ya no tenía dinero y en la tiendita ya no le querían dar crédito porque debía más de 500 pesos. El tendero le había mandado decir con el mayor de sus hijos, que mejor fuera a liquidar la cuenta porque era mucho y no le podía seguir fiando la leche y el huevo.

Después de un rato los niños se acercaron para pedirle de comer; el más chiquito se sobaba la barriguita porque le gruñían las tripas de hambre. Ella abrió el refri y sólo encontró tres huevos, algunas tortillas, una lata abierta de chiles jalapeños y un poco de Frisco en una jarrilla.

Improvisó y les dio de comer huevito con tortillas, pero no sabía qué le daría de comer a Fernando cuando llegara. Ya más tarde, él llegó con la playera en el cuello quitándose el sudor y le ordenó a Socorro que le diera de comer.

Ella, respondió que ya no había quedado nada porque les había dado de comer a los niños lo poco que había. Él enfureció.

—”¿En qué te gastas todo el dinero que te doy?, ¿a quién metes que nunca hay comida?”, —le reclamó Fernando.

—”No meto a nadie, si lo que me das no me alcanza para todo, ya ni me quieren fiar en la tienda porque debo mucho. ¿De dónde quieres que te dé de tragar si no me das dinero pa’ todo?”.

Fernando se levantó de la mesa, se dirigió hacia ella jalándole el cabello mientras la zangolotea­ba de un lado a otro.

—”¡Mira cabrona, a mí no me hables así, me respetas porque yo soy el que te da de comer! Y si no te gusta pues, órale, lárgate”, —le dijo mientras le asestó un puñetazo y aventó contra el refrigerad­or.

Los niños habían sido testigos nuevamente de cómo su papá golpeaba a su mamá. Aunque era común que lo hiciera, siempre se espantaban y comenzaban a llorar.

Más tarde, Socorro hizo una llamada a escondidas.

—”¡Ven por mí, Fernando me volvió a pegar!”, —suplicó a una de sus hermanas.

—”No tengo en qué irme, mejor vente en taxi y aquí te lo pago”, — le respondier­on del otro lado del auricular.

Socorro esperó a que Fernando se quedara dormido en la sala, hizo una maleta pequeña con ropa de los pequeños y cerró la puerta sin hacer mucho ruido. En el camino estuvo dándole vueltas a la cabeza… pensó que tal vez él tendría otra mujer y no se explicaba por qué la trataba así. Llegó a casa de su hermana, y ya con mayor seguridad, se decidió al día siguiente a demandarlo por violencia intrafamil­iar.

En la noche, cuando estaban todos dormidos, escuchó que le gritaban por su nombre:

—”¡Socorro, Socorro, ya sal que nos vamos a la casa!”.

Ella encendió la luz del cuarto y puso atención; por un momento pensó que sólo estaba soñando.

—”¡Que salgas, estoy afuera, vámonos ya!”, —le gitaba Fernando mientras estaba ahogado en alcohol.

La hermana de Socorro le aconsejó que no se fuera, que mañana irían juntas a poner la denuncia para que lo detuvieran, pero ella comenzó a tener dudas sobre su decisión.

—”¿Y si sale y me vuelve a golpear? Es que tú no sabes cómo se pone cada vez que toma, me pega y me deja tirada. Me da miedo que un día le vaya a hacer algo a los niños si lo dejo”, —le dijo a su hermana.

No pasó mucho rato, Socorro se puso los zapatos despertó a sus hijos y subió a la camioneta con él, pero antes lo obligó a pedirle perdón. Él, con el arrepentim­iento de dientes para fuera, le dijo que sí, que no volvería a pegarle, aunque esta historia volvió a repetirse otros sábados más.

SUMISIÓN

> Socorro se puso los zapatos despertó a sus hijos y subió a la camioneta con él, pero antes lo obligó a pedirle perdón. > Las golpizas volvieron a

repetirse muchos sábados más.

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