EL RIESGO (REAL) DE MEADE
No ganará el desgastado linaje y el historial de traiciones sino la precisa interpretación de la medición demoscópica
Algo muy bueno hay que decir del presidente Enrique Peña Nieto: desde la victoria del PRI en la gubernatura del Estado de México, reposicionó a su partido como un contendiente real para las elecciones presidenciales de 2018. Esto, sin embargo, en el imaginario de la clase empresarial y la prensa política, porque entre el resto del electorado, el PRI y su precandidato José Antonio Meade, bañados por el confeti vertido sobre la escena pública adornando la coreografía excelsa que hizo Peña Nieto para sacar como abanderado del partido en el poder a quien deseaba, sin necesidad de cesárea, sigue donde estaba antes de toda la parafernalia litúrgica tricolor: en tercer lugar de las preferencias electorales por partido, con el rival a vencer, Andrés Manuel López Obrador superando Meade dos a uno, y con la mayoría de los ciudadanos que dicen que por el PRI jamás votarían.
El periódico El Universal publicó el miércoles la última encuesta de Buendía y Laredo donde reflejaba que el llamado boundconvention, que es la burbuja que sube cuando se nomina a un candidato o candidata, no había dado los resultados obtenidos. Publicó el jueves el antídoto del PRI: según un informe del equipo de Meade que citó la tendencia en el voto en una combinación –cuya fórmula no menciona ni explica el periódico– de conocimiento de nombre y porcentaje de voto actual que le va a permitir al precandidato del PRI superar a López Obrador en la elección presidencial. La medición demoscópica vis-a-vis la interpretación de la misma, en la primera plana de uno de los diarios de mayor impacto en el país, sólo llevan a la confusión. Pero después de todo, de eso se trata. La pregunta es si a río revuelto, la ganancia será del pescador que gane la opinión pública.
La respuesta inmediata es que no será así. Un análisis cuantitativo que realizó la edición impresa de Eje Central de los últimos treintaicinco años de comportamiento electoral del PRI, refleja que el desgaste de décadas de gobierno priista ha cobrado su cuota. En 1985, a la mitad del sexenio del presidente Miguel de la Madrid, cuando se dio el cese masivo de decenas de miles de burócratas, el PRI gobernaba a 11 millones 575 mexicanos, que representaban al 64.8% de los electores. En 2015, a mitad del sexenio del presidente Enrique Peña Nieto, el PRI gobernaba a 11 millones 683 mil mexicanos, pero que ante el crecimiento poblacional representaban al 30.6% del padrón electoral. Aún con un PRI hegemónico, el partido en el poder fue perdiendo votación nacional: gobernó al 50.3% en 1988 y seis años después, en el turbulento 1994, había bajado al 48.6%. Pero además, ahí comenzó su caída de casi cuarentaicinco grados.
En 2000 perdió la elección presidencial y se repitió la derrota en 2006 cuando el candidato presidencial Roberto Madrazo tiró al mínimo histórico la votación tricolor: 22.2% del electorado, que representaban a nueve millones 301 mil mexicanos. Recuperaron el poder en 2012, cuando Peña Nieto alcanzó el 29.8% de la votación, con 14 millones 409 mil votos. La estabilidad entre 2012 y 2015 en número de votos no corresponde con la pérdida de estados con alta densidad de población. Actualmente, en los seis estados donde se concentra poco más del 50% de los electores, sólo gobierna en el estado de México y Jalisco, donde todas las mediciones electorales indican que Movimiento Ciudadano ganará la gubernatura. De esas seis entidades, en cinco habrá elecciones concurrentes para gobernador y la tendencia de voto es que en todas irán contra el PRI. Vistos los números de manera muy fría, los momios no favorecen a Meade.
Hay un factor adicional que tampoco se puede soslayar, la cohesión del partido en torno a su candidato.
En 2000 fue un diferendo dentro de la campaña presidencial de Francisco Labastida que lo hizo perder una ventaja de 20 puntos sobre Vicente Fox al arrancar el proceso.
En 2006 se dio la ruptura del partido cuando Roberto Madrazo construyó desde la dirigencia su candidatura y provocó la traición de los gobernadores. En 2012 no hubo ese rompimiento, porque pese a una “chicanada” en el manejo de la convocatoria para el registro de la candidatura presidencial para hacer de lado a Manlio Fabio Beltrones, el entonces senador reclamó y se enfrentó al líder nacional del PRI, Humberto Moreira, pero respaldó a quien había beneficiado, Peña Nieto.
La diferencia entre todas aquellas candidaturas y la de Meade es una grande y profunda: todos ellos eran priistas; el actual precandidato es apartidista.
En este mismo espacio se describió cómo un nuevo grupo de poder se había incrustado en el corazón político de Peña Nieto, que perfilaba una lucha soterrada dentro del PRI en contra de esta nueva generación de políticos que buscaba hacerse del poder con la bandera tricolor.
En 1988 se dio un fenómeno parecido con el arribo de Carlos Salinas a la Presidencia que generó la reacción del viejo PRI, que definió como la nomenclatura, que emergió en el fatídico 1994.
El grupo compacto de Salinas se fracturó y Ernesto Zedillo, que nunca apoyó la campaña de Labastida, entregó la banda presidencial a Fox.
La candidatura de Salinas rompió los equilibrios dentro del PRI que nunca acabaron de restablecerse.
Con Meade hay un déjà vu, con la creencia de Peña Nieto de que no habrá traiciones dentro del PRI contra su candidato, ni lucharán para que la derrota de él sea también la del presidente.