Vanguardia

La Nochebuena se va

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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Señoras y señores: tengo 5 años de edad.

Risu teneatis, amici. Amigos, contened la risa. 79 años tengo, no sé si bien vividos, pero sí sé que bien gozados. Sólo que éstos son los días de la Navidad, y la Navidad es para mí, si no la fuente de la juventud eterna, que eso es lo de menos, sí la fuente de la eterna niñez, que eso es lo mejor.

En estos días yo, que he dejado de creer hasta en mí mismo, vuelvo a creer en la Navidad. Tengo mi propia liturgia navideña. Mis padres me hacían regalos, ansiosamen­te esperados, pero ahora entiendo que lo mejor que me regalaron fue la Navidad misma, pues me enseñaron a amarla y a sentirla. Yo rezaba el rosario en las posadas aun antes de saber hablar. Uno de los primeros recuerdos de mi vida es el estallido de risa jubilosa que llenó la sala cuando mamá Lata, mi abuela materna, dijo al rezar la letanía: “Reina de los profesores’’, en vez de “Reina de los confesores’’.

Llega el Adviento cuando saco los discos de la Navidad: villancico­s de Bernal Jiménez y de Silvino Jaramillo; el coro monumental de los mormones; Bing Crosby y Mahalia Jackson; la escolanía de Montserrat; “El Mesías’’: los motetes de Bach: “El Cascanuece­s’’: “Hansel y Gretel’’, “Amahl y los Visitantes Nocturnos’’... También aquellos discos que hizo grabar la Good Year Oxo y que le regalaban a usted con la compra de cien llantas.

Asisto con mirada de crítico de arte al rito de poner el pino y el Nacimiento. El pino que ponemos en mi casa -que es la suya- es siempre un pino heroico. Carga en sus ramas el contenido de un camión de mudanzas. Está toda la balumba de esferas versicolor­es; las mil figuras -mi favorita es la de un angelillo niño metido en una cáscara de nuez, agarrado con ambas manos a los bordes y deslizándo­se con expresión de susto por una pendiente imaginaria-; las estrellas, cometas y toda una astronomía de astros de sospechosa traza no identifica­dos; focos de tres clases: de los que prenden, de los que prenden y apagan, y de los que no prenden.

Abajo, el Nacimiento es todavía más heterodoxo. Conviven -gracias al Nacimiento todos podemos convivir- animales del África comprados en el viejo Kress de Laredo con personajes traídos del Macy’s de Nueva York o de “El Corte Inglés’’ de Madrid. Lo mejor, sin embargo, son las cosas mexicanas. Porque la Navidad es bella en todo el mundo, pero en México es más bella. Tenemos tesoros de Tonalá y de Tlaquepaqu­e; hermosuras imponderab­les de Uruapan; maravillas traídas de Oaxaca; prodigios diminutos de palofierro que hallé en Bahía Kino; inverosími­les árboles de Metepec; estambres de los huicholes; misterios de lana negra venidos de San Cristóbal de las Casas; cajitas de Olinalá que se abren y huelen a la mirra que ofrendó Baltasar...

Hay un precioso ejemplar antiguo del “Cuento de Navidad’’ que escribió Dickens. Lo saco cada diciembre para leerlo en estos días. Y leemos en familia, cuando llega el gran día, la más hermosa narración que jamás se ha escrito: “... Y aconteció en aquellos días que salió edicto de parte de Augusto César, que toda la tierra fuese empadronad­a...’’... La contó el médico Lucas, y yo leo esta historia en mi Biblia protestant­e de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, porque versión castellana mejor que ésa no conozco.

Así celebro en mi casa, que es la suya, las navidades. Así espero seguirlas celebrando mientras llega mi propia Navidad.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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