Vanguardia

Carpas. Algunas eran catedrales.

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

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Yo me indigné cuando a la calle de San Juan de Letrán le asestaron el burocrátic­o nombre de “Eje Central Lázaro Cárdenas”. En ese momento, creo, empezaron a morir el ánima y el estilo de la Ciudad de México, preciosa, en donde fui estudiante de la vida.

¡Qué calle aquella, colmada de historia y de leyendas! Alcancé a ver todavía a sus insignes prostituta­s. Me contaban los señores de edad que en sus tiempos aquellas señoras cobraban un peso por ejercer su caritativa profesión. Un día salió la canción “Aventurera”, de Agustín Lara, y las mujeres empezaron a cobrar dos, por aquel consejo que les dio: “Vende caro tu amor...”. Los parroquian­os llamaban mal consejero al Músico Poeta, y lo acusaban de traidor a su sexo por haber causado aquella gravísima inflación.

Había entre las damas ambulantes algunas que se decían francesas. Te decían en voz baja cuando pasabas junto a ellas: —Tgeinta pesos, por las tges cosas. Jamás pude saber cuáles eran aquellas “tges cosas”. Y no por falta de curiosidad, debo decirlo, sino de efectivo. Las mexicanas —oí decir—, cobraban 10 pesos, pero aclaraban siempre: “por una sola cosa”.

Gran memoria dejaron de sí los pachucos, “cinturitas” o chulos de Letrán. El de mayor leyenda fue Pepe Cora, hermano de Susana, la conocida actriz. Este Pepe Cora fue el verdadero y auténtico “Suavecito”, que luego inmortaliz­ó en el cine Víctor Parra. Medía más de 2 metros de estatura, pero se movía con movimiento­s pausados y sinuosos, como de serpiente, y hablaba con voz dulce, sin subir nunca el tono. De eso le vino, quizás, el remoquete. Con el tiempo se convirtió “El Suavecito” en guardaespa­ldas de Cantinflas, que disfrutaba haciéndolo narrar las aventuras de su pasado oficio borrascoso.

En la calle de San Juan de Letrán había carpas. La más celebrada, a la que todavía alcancé a ir, era la México. Ahí salía —figura principal— una señora gorda, la única bailarina que he visto bailar sin mover los pies. Se plantaba la robusta señora, rica en carnes, en el centro del escenario; empezaba a sonar la música y ella —sin moverse de su lugar, puesta de perfil— empezaba a agitar las carnes del vientre, y las ubérrimas ubres, y todas las adiposidad­es de su cuerpo —sobre todo las de la geografía posterior—, y así, mirando a la distancia y sin enmendar el terreno, hierática como los buenos toreros, aquella furcia bailaba en una fantástica y arrebatada agitación de carnes que el público saludaba con grandes ovaciones. Artista sin par era aquella señora, y bailarina de gran mérito. Yo la comparo con Ana Pavlova. Claro, dentro de su especialid­ad.

Al final de la función se presentaba “una bonita acuarela musical con actuación de toda la compañía”. El público pedía “La llorona”. Era una canción de coplas picarescas:

Si tu marido es celoso dale a cenar chicharrón, a ver si con la manteca se le quita lo ca... lla, mujer calla, deja de tanto llorar, que al cabo toda la noche nos vamos a desquitar. Niñerías todas éstas, si se comparan con lo que hoy vemos en la tele.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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