Vanguardia

El mayor güevón del mundo

- ‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

Güevones —es decir holgazanes— ha habido siempre, y en todos los países. Tiene que haber japoneses güevones, digo yo, y hasta alemanes. Aun entre los pueblos más laboriosos y con fama de trabajador­es debe haber por lo menos un güevón. Algún menonita tiene que estar por ahí, tirado a la bartola, rascándose la panza y regiones aledañas sin hacer otra cosa aparte de ésa. Había un señor cuyos cinco hijos no completaba­n entre todos juntos, en toda su desgraciad­a vida, un turno de ocho horas de trabajo. Y clamaba el señor en tono lamentoso:

—¡Si ya no quiero que les guste el trabajo! ¡Lo único que les pido es que le pierdan un poquito el asco!

Supe de un sujeto, verdolagón ya, y desobligad­o. Era hijo único de madre viuda que lo adoraba y protegía más allá de todo extremo. La pobre señora lo movía en la cama para despertarl­o a eso de las 2 de la tarde.

—Levántate, hijito —le suplicaba con ternura—. ¡Se te va a hacer tarde para tu siesta! Había un individuo que decía: —Yo le doy al cuerpo lo que pida. Si me pide comida le doy comida. Si me pide bebida le doy bebida. Si me pide descanso le doy descanso. Si me pide mujer le doy mujer. —Oye —le preguntaba otro—. ¿Y si te pide trabajo? —¡Ah no! —protestaba con energía el tipo—. ¡Eso ya es mucho pedir!

Cuento de pueblo es el de “El hombre más güevón del mundo”. En todo el reino —y era extenso— no había hombre más perezoso que él. Se la pasaba echado en una hamaca, y ni siquiera se movía para mecerse en ella o para abanicarse. Era el retrato perfecto de la holgazaner­ía.

El rey juzgó que un individuo así era pésimo ejemplo para los demás, y lo condenó a morir ahorcado. La sentencia era draconiana, pero había que sentar un precedente. Fueron por él jenízaros armados. Ahí, echado en su hamaca, escuchó el hombre con cachaza la lectura de la sentencia que le hizo un alguacil. Debía ir a la horca por güevón.

No dio señales de inmutarse. Hizo, eso sí, una pregunta: —¿Dónde está la horca? —La acaban de terminar -le informó el alguacil-. Está en la plaza, a una cuadra de aquí.

—Yo no camino esa distancia -dijo con voz cansina el flojonazo—. Si quieren ahorcarme tendrán que cargarme hasta allá.

Lo subieron, pues, en una parihuela, y así tendido se encaminaro­n con él hacia el patíbulo. Iba el tipo en la camilla como mago americano, las manos juntas por atrás deteniéndo­se la nuca, una pierna cruzada sobre la otra, muy campante, igual que si lo llevaran a un grato paseo. Delante de la comitiva caminaba el pregonero anunciando la causa de la muerte: el hombre sería ahorcado por güevón. Únicamente lo salvaría de la muerte aquel que ofreciera comida para la sustentaci­ón del perezoso.

—¡Yo la ofrezco! —clamó uno de los vecinos, hombre bueno y compasivo. Fue hacia el condenado y le dijo con angustia:

-Tengo en mi casa cien kilos de maíz. ¡Te los regalo! ¡Acepta ese maíz, y salva así tu vida! Sin voltear casi le preguntó el perezoso: —El maíz ¿está en mazorca o desgranado? -—Está en mazorca -respondió el buen samaritano-. Lo único que tendrás que hacer será desgranarl­o.

Al oír eso el haragán se volvió hacia quienes lo llevaban y les dijo una sola palabra:

—Adelante.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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