Diario de un nihilista
* Novalis, no. No los vio. Estaban los arquetipos, suspendidos logotipos, pero la luz los veló; estaba él en la cueva de la poesía antigua, tan oscura como exigua y creó la poesía nueva sólo con lo que entrevió. Misterioso adolescente lleno de sabiduría: la antigüedad puesta al día, todo el Cosmos en su mente. Como una llama tísica se le reveló la física, la biología, la química, y en la cristalografía de la inmutable Natura pudo trazar la grafía de la poesía pura. Madame Blavatsky leía por ósmosis grandes obras que su chamán le imbuía, diez mil páginas por día, pues tenía tiempo de sobra. Novalis, recién llegado al mundo, descubrió el mundo en diez años, quizá menos. Sus ojos se abrieron plenos en el misterio profundo. Su alma era un palimpsesto complejo de tachaduras y confusas mataduras, de enmiendas y de encomiendas, pero un armónico texto, quizá compuesto en las tiendas de una Mongolia interior y trasladado a Germania –pues como los pueblos migran, así las almas transmigran–, arcaico resplandor de una época de insania que engendró el positivismo. Novalis halló en sí mismo cual impaciente espeleólogo la gramática del Logos. * Da un sorbo Pessoa al café curado con aguardiente; afuera el ocaso miente cosas que sólo por fe aceptamos: automóviles, escaleras, edificios que caen en los precipicios del cosmos; no tienen móviles, son sustancias sin proyecto o figuras sin sustancia, pues sólo es real la elegancia de la pluma en el abyecto, destartalado desván que convierte alguna mano en ese Topos Urano donde desde ahora están, ya no como pesadillas de un insomnio sin orillas.