Vanguardia

Dos historias de amor

ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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I La historia que voy a contar hoy es como la vida misma: cursi.

Ella tenía 16 años cuando lo conoció. Se enamoró de él, naturalmen­te, porque él era él y porque ella tenía 16 años. Se hicieron novios. Cuando en la iglesia ella oía hablar del Cielo y del Paraíso Terrenal entendía muy bien de qué se estaba hablando, porque ella estaba enamorada. Es decir, estaba en el Cielo y en el Paraíso Terrenal.

Pasó un año. Y dos y tres. Se casarían cuando él terminara su carrera. La terminó, pero se fue al extranjero a hacer la especializ­ación. Las amigas de ella comenzaron a casarse, una primero, luego la otra. Ella era dama de todas, o madrina. Las veía radiantes, y se preguntaba cómo iría a verse ella cuando se casara.

No se casó jamás. Él regresó y se fue a trabajar a otra ciudad. Al principio le escribía todos los días. Después una vez a la semana. Luego una carta al mes. Después pasaron meses sin que supiera de él. La última carta que le escribió fue para decirle que había conocido a una muchacha maravillos­a, que se había enamorado de ella y que se iban a casar. Que lo perdonara, pero que en el corazón no se manda.

Tampoco ella mandó en su corazón. Es explicable, por eso, que ahora lo sienta vacío. Ni siquiera lleno de odio o de rencor. Vacío. Igual que sus días, uno igual a otro. El largo calendario de la soledad.

Se le quebró la vida para siempre. No se ha preocupado por recoger los pedazos. A veces, a veces, cuando por las noches piensa en eso, no puede recordar cómo era el rostro de aquél que una vez fue para ella el Cielo, el Paraíso Terrenal.

II Ana se llama. Era bonita cuando joven, y fue muy pretendida, pero ni siquiera volvió la vista al paso del amor: faltó su madre siendo ella muy pequeña, y tuvo que cuidar a su papá.

Se casaron sus dos hermanos, y se fueron. Ella siguió al lado de su padre. Cuando la visitaban sus sobrinos sentía ternuras maternales. Tejía ropita para bebés, tejía siempre, y hacía adornos para la cuna de los recién nacidos.

La vida se fue yendo poco a poco. Murió su padre; la casa se le hizo enorme de repente, pero no la dejó: eso hubiera sido morir un poco ella también. Con mansa serenidad ve el paso de las horas, los días y los años. Ninguna queja tiene. Recuerda mucho, y a veces, sin darse cuenta llora... A veces...

Tiene que haber un Cielo, ese Cielo que el padre Ripalda prometió a quienes hacen todo bien y ningún mal.

Tiene que haber un Cielo para Ana.

Si no lo hubiera la bondad de Dios sería menor que la de Ana.

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