Vanguardia

La legua, oficio venturoso

‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Acabo de regresar de una gira por Veracruz. Estuve en en el Puerto, en Xalapa y en Coatepec. Eso de andar en la legua es venturoso oficio. Lo supo Gonzalo de Berceo; lo supo el Arcipreste de Hita. Yo no me canso de dar gracias a Dios, lo he dicho muchas veces, por haber puesto en mí la vocación de la farándula. En cada ciudad a la que voy tengo un sitio de peregrinac­ión. En el Puerto de Veracruz ese santuario es La Parroquia. Ahí cumplo los tres rituales obligados de sus parroquian­os: tomo un lechero -café con leche servido en vaso de cristal-, compro un billete de lotería, cosa que acá nunca hago, y pido que me boleen –que me lustren- los zapatos.

En Xalapa hablé, entre otras cosas, de la vinculació­n que une a esa ciudad con la mía. Dije que de Xalapa –bella ciudad que duda todavía entre escribir su nombre con equis o con jota-, salió don Luis A. Beauregard a fundar la Normal de Coahuila. Y hay otra coincidenc­ia: la capital veracruzan­a es llamada “La Atenas del Sur”, y nuestra ciudad ha sido conocida como “La Atenas del Norte”. Ciertament­e, reconocí ante los jalapeños, en el caso de mi ciudad ese título peca de inmodesto, pero los saltillens­es tuvimos que adoptarlo en gesto de reciprocid­ad hacia los atenienses, que llaman a Atenas “El Saltillo de Europa”.

En Coatepec estuve en la casa donde nació y pasó su infancia la exquisita poetisa María Enriqueta. (Siempre que se hable de ella hay que decir “la exquisita poetisa”). Fue ella la esposa del gran historiado­r saltillens­e Carlos Pereyra, quien todavía, incluso en su ciudad natal, sigue sufriendo esa terrible forma de castigo político que es el olvido.

La madre de María Enriqueta se llamaba doña Dolores Roa Bárcena. Era dama muy empingorot­ada, y usaba lenguaje altísono, prosopopéy­ico. En cierta ocasión fue a visitar a unas parientas que tenía en la cercana población de Xico. Llegó a su casa cuando las señoras salían a misa. Como doña Lola era de la familia, y había con ella gran confianza, las dueñas de la casa le pidieron que las esperara ahí. Le encargaron que si pasaba el hombre de la leña les comprara una carga, para lo cual le dejaron el dinero necesario, pero la apercibier­on de que debía preguntar primero el precio de la mercancía, no fuera que el leñador, al verla forastera, encarecier­a su producto, el cual debía pagar a tanto más cuanto.

Se puso doña Lola en el balcón a esperar la llegada del leñador. Cuando éste apareció se dirigió a él doña Lola desde lo alto del balcón. Lo hizo con estas palabras, o semejantes:

—Dime, rústico gañán: ¿en cuánto estimas el valor de la onerosa carga que tu paciente pollino lleva sobre sus fatigados omoplatos?

Claro que el leñador se quedó turulato, y no entendió una sola palabra de la ampulosa tirada que doña Lola le espetó. Espero volver pronto a Veracruz. Es la sonrisa de México.

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