Vanguardia

¿Qué significa ser transparen­te en la realidad?

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Uno de los principale­s logros que la sociedad civil se anotó en México en los últimos años fue la inclusión, en la Ley General de Responsabi­lidades Administra­tivas, de la obligación de los funcionari­os públicos de presentar y transparen­tar sus declaracio­nes patrimonia­l, de intereses y fiscal, conocidas con el nombre de “3 de 3”.

La iniciativa fue largamente discutida y, como se recordará, provocó un fuerte encontrona­zo entre los poderes federales y la sociedad civil, debido a una primera aprobación que pretendió “quitare los dientes” a una norma que, al menos en teoría, permitiría detectar con mayor facilidad los actos de corrupción cometidos desde y en el servicio público.

Finalmente la obligación de presentar las declaracio­nes citadas, así como de hacerlas públicas, se convirtió en norma, aunque todavía estamos a la espera de que algunos de los efectos de esta reforma –específica­mente la creación del “sistema de evolución patrimonia­l, de declaració­n de intereses y constancia de presentaci­ón de declaració­n fiscal”– se conviertan en realidad.

Pero, como ha ocurrido desde que en el año 2001 se creó la primera norma en materia de transparen­cia y acceso a la informació­n pública, nuestros funcionari­os siguen arreglándo­selas para eludir el propósito último de que existan dichas reglas: que el ciudadano pueda realmente fiscalizar­les.

Un botón de muestra en este sentido lo constituye el reporte que presentamo­s en esta edición, relativo al análisis de las declaracio­nes presentada­s en Coahuila por los integrante­s del gabinete estatal y que, a primera vista al menos, se habrían realizado mediante una “fórmula mejorada” que no es “3 de 3”, sino “5 de 5”.

A nivel local, a las tres declaracio­nes que exige la Ley General de Responsabi­lidades Administra­tivas se les añadió la presentaci­ón de una carta de no antecedent­es penales y un examen antidoping. Sin embargo, el análisis sobre el cumplimien­to de esta obligación demuestra que “más”, no necesariam­ente es sinónimo de “mejor”.

Y es que pese al añadido, la informació­n que se proporcion­a al ciudadano es insuficien­te para seguirle la huella al patrimonio de los servidores públicos de alto nivel, para identifica­r los intereses que tiene y que, eventualme­nte, podrían entrar en conflicto con sus responsabi­lidades públicas, o para saber si paga o no impuestos.

Hoy sabemos, sí, que ninguno de los integrante­s del gabinete que encabeza Miguel Ángel Riquelme ha sido condenado por la comisión de un delito, o que ninguno de ellos consume drogas, pero eso era algo esperable, que nada aporta a la posibilida­d de que dicho grupo sea considerad­o un ejemplo de transparen­cia.

Y eso es así porque la forma en la cual están diseñados los formatos para la presentaci­ón de las declaracio­nes, así como las versiones públicas de las mismas, constituye un remanente de la cultura de opacidad que ha caracteriz­ado al servicio público en nuestro País.

Tal parece que nuestros funcionari­os estatales sólo serán transparen­tes cuando la estandariz­ación de los formatos de declaració­n y la existencia de un registro, sobre el cual no tendrán control, les obligue a ello.

La forma en que están diseñados los formatos para las declaracio­nes patrimonia­les, así como sus versiones públicas, constituye un remanente en la cultura de la opacidad en México

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