Vanguardia

Chupó Faros

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PRESENTE LO TENGO YO ‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD Las palabras son entes misterioso­s. Con las palabras me gano yo la vida, y sin embargo nunca he acabado de entenderla­s. Las palabras me dejan sin palabras. No tienen palabra las palabras.

A veces les tenemos miedo a algunas. En los ranchos donde todavía se representa­n pastorelas los actores nunca dicen “los demonios” o “los diablos” para aludir a los que salen en la representa­ción. Dicen “los nombrados”, pues creen que si pronuncian aquellos nombres los espíritus del mal pensarán que los están llamando, y acudirán para ruina del que los invocó.

Los mexicanos usamos palabras de menospreci­o al referirnos a nosotros mismos. Por ejemplo, al hablar con alguien de la casa en que vivimos solemos decir: “Su pobre casa”. Cuando felicité a mi tía Adela por la casa que se compró en la calle de Arteaga, bajando Juárez, me dijo con ademán de displicenc­ia: —¡Anda! ¡Son tres adobes meados! En cambio empleamos una untuosa cortesía al hablar de los demás. “Mejorando lo presente”, decimos tras elogiar a un tercero en presencia de alguien, o decimos también: “No agraviando”.

Igualmente somos muy diestros en el arte de los eufemismos. En una ciudad fronteriza oí este diálogo: —Y dígame: Fulanito de Tal ¿es maricón? —No lo puedo asegurar, pero sí puedo decir que es demasiado fino pa’ frontera.

Una vez invité a cierto señor a ir al Potrero. Para disgusto mío llevó un rifle calibre .22, y le pidió a don Abundio que lo acompañara a cazar conejos. Una caja de parque gastó el hombre, y no le pegó ni al mundo. Le dijo a su guía:

—Segurament­e está usted pensando, don Abundio, que soy muy mal cazador.

—De ninguna manera, señor –respondió el viejo—. A las claras se ve que es usted bueno. Lo que pasa es que este día a Diosito le dio por cuidar a sus animalitos.

Nadie como los mexicanos, en efecto, para usar las medias palabras. No creo que haya pueblo alguno que tenga tantos eufemismos para decir que alguien se murió, desde el melifluo y resobado “pasó a mejor vida”, hasta el contundent­e y rotundo “chupó Faros”.

A veces, claro, esa cortesanía tiene sus excepcione­s. En cierta ocasión don Abundio el del Potrero estaba preparando su cigarrito de hoja.

—Oiga, tío —le preguntó un impertinen­te jovenzuelo de la ciudad que observaba con atención el rito-. Y ¿cuántas lambidas se le deben dar a la hoja? (Así dijo: “lambidas”). Le contestó el viejo: —En tu caso yo creo que con una basta. Te ves retebaboso.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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